Comunidades agrícolas de Nariño logran economías cooperativas viables y ecoeficientes para familias y territorios.
Por Carolina Lancheros Ruiz
A las 10 de la mañana llegaba Silvia a hablarle al árbol. A pedirle, en realidad. A pedirle como quien le pide a Dios, porque abrazada a ese tronco elevaba su plegaria más profunda.
Ella le traía abono, el naranjo le daba fruta, ella le contaba sus planes, y este, inmóvil, la escuchaba. “Si tuviera oídos”, se burlaba el mayordomo de aquella finca en la que Silvia pasó sus años de juventud cosechando café y sembrando tomates. Ahora la que ríe es ella.
Ríe porque un día el sueño se hizo realidad. Acorralado por malas decisiones, el patrón vendió barato. Parceló la tierra y buscó a Silvia para ofrecérsela. Sin dinero, pero con ese optimismo capaz de poner en orden el mundo, la mujer al fin logró su pedazo. Son 980 metros cuadrados que ha sabido hacer suyos; suyos para compartir con los demás.
Silvia es mamá, anfitriona, lideresa, guardiana, conferencista, guía, y un montón de roles más que le permiten entregar todo lo que es y lo que sabe. Allí, en Consacá, uno de los siete municipios que bordean el volcán Galeras, en Nariño, ha echado raíces, pero sobre todo, ha sembrado semillas en su comunidad.
Es representante de su municipio en la Red de Guardianes de Semillas de Vida. Junto a cerca de 400 campesinos de Nariño, y otros de Putumayo, Caquetá, Antioquia, Valle, Cauca y Cundinamarca, se encargan de recuperar semillas saludables, de aquellas que ya casi no se ven porque el modelo actual de agricultura llenó el mercado de semillas de laboratorio, ha reducido su diversidad, hizo dependientes a los agricultores y fue empobreciendo la tierra.
Trabajando en red, Silvia ha podido ejercer soberanía alimentaria en su familia y parte de su comunidad y, de paso, planta su posición política frente al asunto. “No necesitamos semillas transgénicas”, dice una vieja cartelera pintada a mano en la que se ve a una mujer abrazada a un maíz —tal cual ella al naranjo—, con la que presenta su hogar como casa de semillas.
Ya son 17 años guardando y recuperando pepitas. Tiene más de 150 especies que conforman ahora toda una “biblioteca”, como le gusta llamarla, de la que saca para hacer trueques e incluso para prestarles a sus vecinos. El trato es que por una que se lleven para sembrar deben devolver dos después de la cosecha. No para ella, sino para alcanzar la sostenibilidad, y hacer resistencia entre todos a los productos fabricados, a esos que no son los que da la tierra, su tierra nariñense.
Con esa misma filosofía de autonomía con la que ha hecho su vida quiere estar en comunidad. Con los niños de su pueblo conformó la Red de Familias Custodias de Semillas, en la que refuerzan el respeto al campo y el amor por lo propio. Llevan un proceso de ahorro y crédito autogestionado con tareas bien marcadas: la registradora tiene 12 años, los contadores tienen 11 y 15, y el presidente tiene 10.
Son cerca de 20 niños que se reúnen en casa de Silvia cada 15 días para hacer sus cuentas y trabajar en los cuatro fondos que manejan: el ahorro voluntario, el de semillas, el de solidaridad, y el de café, que es la excusa para compartir y volver a unir los lazos comunitarios, porque detrás de los niños vienen sus papás. Con esos recursos han podido tener gallinas, ayudar a aquellos que atraviesan necesidades y convertirse en gestores de sus propios sueños.
Porque de sueños —y de capacidad— está colmada la esquina suroccidental del país, allá donde la cordillera de Los Andes deja de ser una y se convierte en tres, donde el manto verde de las montañas es también azul y marrón y amarillo, y donde un campesino es uno y es todos a la vez.
“Entre más seamos, más fuertes seremos”, dicen los fundadores de Kafyh, una asociación que reúne por ahora a once productores de cafés especiales y cuyo propósito es trabajar por el desarrollo del campo nariñense. “Kafyh transforma sueños individuales y los convierte en colectivos”, explica su gerente Juan José Ávila. Él mismo es un soñador. Un día imaginó este proyecto y con solo las ganas lo puso a andar. Dos años después —como la cordillera—, ya tiene tres ramas: asociación de caficultores, tostadora de café y exportadora.
Silvia es una de las asociadas. Su café orgánico —cultivado en esa tierra que se empeñó en limpiar de químicos desde que la recibió— tiene una puntuación que bordea los 87 puntos sobre los cien establecidos por la Asociación de Cafés Especiales (SCA, por su sigla en inglés) para calificar y certificar estas variedades únicas de café en cualquiera de los más de cien países donde tiene asociados.
Antes de pertenecer a Kafyh, Silvia no tenía claro el potencial de su café. Con ellos comprendió que el suyo es de calidad superior y que, por eso, la ilusión de ver su marca en lugares remotos es posible. Se llama Cafemme, una combinación perfecta entre café y mujer. Femme, en francés. Café, en el lenguaje universal del amor.
Es que el café de Silvia produce una sensación parecida al enamoramiento, un repentino subidón de placidez que un paladar no entrenado solo puede atribuir a la dedicación con que lo produce, a la entrega con que toca la tierra, a la ternura con que les habla a sus plantas y al orgullo con el que lo ofrece.
Para los expertos catadores esos sentimientos se traducen en fragancia, aroma, dulzura, cuerpo y acidez, y otros criterios que utilizan para calificar el café. El de Nariño se caracteriza por ser suave, de acidez media baja y con tendencia a los sabores cítricos, lo cual, según algunos, se debe al origen volcánico de sus suelos y, según otros, a la capacidad del café para captar los aromas y sabores de su entorno.