A pulso y durante años en soledad, un hombre logra, en Antioquia, consolidar un bosque en el cual, hoy, brotan 72 nacimientos de agua.
Por María Alexandra Cabrera
Un lunes de noviembre de 1989, Rodrigo Castaño se levantó con la certeza de que su vida cambiaría. A las diez de la mañana, después de la misa de nueve, se encontraría con su mamá, Isabel Díaz, con su tía Teresita y con cuatro primos en el edificio San Francisco, del parque Bolívar de Medellín, para repartirse 450 hectáreas ubicadas en la vereda Guanacas, en el municipio de Santa Rosa de Osos, Antioquia. Su tío Luis Díaz se las había dejado como herencia. Ese lunes, sin embargo, no cambió solo su vida.
Rorigo había descubierto esas tierras a los 5 años de edad, cuando su madre lo llevó a él y a sus tres hermanos a conocer el lugar que su abuelo había comprado en 1914 y donde, antiguamente, hubo una zona sagrada de peregrinación para los indios tahamíes. Amarrado con una sábana al lomo de Carey, su caballo blanco, montó durante cuatro horas por los caminos reales entre las veredas del municipio de Santa Rosa de Osos hasta llegar a los bosques que cobijaban una casa de bahareque construida en 1850 y un hermoso patio de piedras sobre el que manaba una fuente de agua. Agua nacida en la montaña.
Aunque su tío Luis había usado gran parte del terreno para la ganadería, Rodrigo tenía una idea muy diferente. “Mi mamá me inculcó el amor por el campo y mi papá por el agua y el bosque, yo no quería usar un lugar sagrado en la crianza de animales que después debía matar y vender. Mi sueño siempre fue convertir esa tierra en un santuario para la vida”.
A los 26 años, su deseo estaba a punto de convertirse en realidad. Esa mañana, su madre y su tía dividieron las hectáreas heredadas en cinco partes. Para que fuera el destino y no ellas quienes decidieran qué zona le correspondería a cada primo, metieron en un sombrero igual número de papelitos. A Rodrigo, la suerte le entregó el área que menos quería: hectáreas dedicadas a la ganadería.
La zona más alta, fría y boscosa, donde estaba la casa con el patio de piedras, le tocó a uno de sus primos. “Él no le vio el valor porque esa tierra no servía para el ganado, pero yo la quería porque ahí estaba el agua y donde hay agua hay vida, así que cambiamos. Mi familia no entendía, pensaron que había cambiado una tierra buena por la que ellos consideraban la más malita, pero yo sabía cuál era el sentido de mi decisión”, dice Rodrigo mientras posa el dedo índice en el corazón.
En ese momento estaba empezando la carrera de psicología en la Universidad de Antioquia. Todos los meses viajaba dos horas por carretera desde Medellín hasta Santa Rosa de Osos, y otra hora más por una vía destapada hasta llegar a la vereda Guanacas. Su primera decisión fue terminar la práctica ganadera y cercar las 120 hectáreas heredadas. Luego de dos años, la vida volvió a florecer: las aves regresaron y comenzaron a encontrarse huellas de felinos.
Era solo el comienzo. Apenas se graduó de la universidad y empezó a recibir ingresos como psicólogo, Rodrigo se dio a la tarea de comprarles, a cada uno de sus primos, sus derechos. Poco a poco amplió el territorio hasta convertirse en el dueño de 450 hectáreas. “Para mi familia yo estaba loco. Mi alma, sin embargo, sabía hacia dónde iba y en 2006 fui por más”.
Para que el proyecto siguiera creciendo, escribió unos estatutos que le permitieran consolidar una fundación sin ánimo de lucro. Durante 365 días escribió lineamientos con el fin de sostener su sueño y el 21 de septiembre de 2007 nació la Fundación Guanacas — Bosques de Niebla. Guanacas, además de ser el nombre de una vereda, de una corriente hídrica y de un antiguo camino real, es un vocablo indígena que significa “agua sagrada sobre piedra”.
El agua sería el eje de la Fundación y la fuente de vida de cientos de árboles, aves, reptiles y mamíferos en los bosques de la zona.
Al constituir la Fundación, creyó Rodrigo, se le abrirían todas las puertas y la comunidad apoyaría su proyecto, pero se encontró con una profunda soledad.