—Yo me he cruzado como con cinco jaguares. A uno lo vi atravesando el río. A otros me los topé de frente. ¿Sabe qué hay que hacer? Quedarse quieto, mirarlo a los ojos y dejarlo pasar. Lo mejor es no demostrarle miedo, porque lo nota.
Avanzo con Freddy Campos hacia el sendero Las Palmas, en Manatú. En el camino, una culebra cazadora marrón se enreda entre sus pies. La transición de la sabana llanera al bosque amazónico se siente cuando ingresamos por la boca del sendero. La temperatura baja unos grados. En ese bosque crece la palma yagua, utilizada para hacer flechas y trampas de pesca. También está la palma de asaí, que llaman palma triste y sirve para hacer chicha; y está la palma caminadora, una suerte de rallador natural. Y el guacamayo, cuya madera puede pasar hasta 20 años enterrada sin pudrirse y recibe los abrazos de los turistas que se embarcan en un ritual de reconciliación con la naturaleza. No muy lejos de aquí ha dejado sus huellas el jaguar. Lo sabremos después, cuando se revisen las cámaras trampa.
Charras es una de las cuarenta veredas que integran, por ahora, el Corredor de Protección del Jaguar en Guaviare. Aquí, 55 cámaras trampa han registrado 51.600 imágenes y constatado la presencia de 26 jaguares. La idea es que se conecte el Parque Nacional Natural Sierra de la Macarena con la Zona de Reserva Forestal Serranía de la Lindosa, hasta llegar al resguardo indígena Nukak y a la reserva natural del mismo nombre. Esta iniciativa forma parte del proyecto Amazonía Sostenible para la Paz, financiado por el Fondo Mundial para el Medio Ambiente y ejecutado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo —PNUD— bajo el liderazgo del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible y la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico —CDA—. En esta alianza también trabaja WWF Colombia.
Quién lo diría: allí donde el mítico jaguar era visto como otro enemigo a abatir, ahora es un símbolo de reconciliación y esperanza. Aunque tal vez sea demasiado pronto para asegurarlo. Todavía hay quien se resiste a dejarlo en paz: no es fácil encajar la pérdida de animales ni enfrentarse a las leyendas negras sobre el felino. Cuesta darle la vuelta a una historia donde el malo siempre es el jaguar. Así, sin matices. El malo. Además, no es el único actor al que se han enfrentado los habitantes de Guaviare, la mayoría descendientes de colonos que llegaron en sucesivas oleadas desde los años cincuenta. Este departamento ha sido uno de los más golpeados por la violencia. Aquí han interactuado, en un escenario sangriento, narcotraficantes, ejército, guerrilleros y paramilitares con la consiguiente siembra de muerte y dolor.
El miedo, entonces, se hizo costumbre.
Dejamos Charras con destino a Damas de Nare, una vereda famosa por la laguna del mismo nombre, madrevieja del río Guaviare, donde un grupo de delfines rosados —llamados toninas por los locales— juguetean con turistas en sus aguas cálidas. La atracción aquí ya no son solo las toninas; desde que son parte del corredor, igualmente lo es el señor jaguar. En este periplo visitaremos también Sabanas de la Fuga, El Edén, El Limón, Cerro Azul, La Pizarra y Caño Blanco II. Aquí, el tejido social que fracturó la guerra se ha ido restableciendo y ahora abundan las cooperativas dedicadas al turismo ecológico. Durante años, el motor de la economía de la región y casi su único medio de subsistencia fueron los cultivos de coca. Poco queda ya de ese pasado. Persiste, eso sí, la sensación de abandono del Estado que bien narró el sociólogo Alfredo Molano y que se evidencia en que, tras el asesinato de Gaitán, las pésimas comunicaciones hicieron que los colonos se informaran solo tres o cuatro días después de aquel suceso trascendental en la historia de Colombia. “Guaviare era un país muy diferente”, escribió Molano. Y tal vez lo sigue siendo.
Esta mañana se reúnen en una finca de Damas de Nare una docena de campesinos. Han venido a participar en un encuentro y contarán sus historias, su relación con el jaguar. Uno por uno van sincerándose.
—He visto la huella del jaguar en los senderos cuando llueve, dice don Belisario. Ahora ya no se mata. Ahora se preserva.
Sigue Don Martín:
—Es que hay muchas partes que ustedes no conocen. Yo tenía 7 años y un día mi papá se fue a mariscar. En esas sintió un animal que se le venía por la espalda. Cuando estaba a punto de lanzarse, él le disparó. Venía a comérselo. A mí, hace 20 días, me atacó dos terneros por la noche. Yo sí creo que el jaguar es un gran enemigo del ganado.
Construir confianza para desactivar el conflicto entre jaguares y humanos es un proceso lento, a cuentagotas. En realidad, en Guaviare acaba de empezar. Para ello han sido necesarios talleres pedagógicos intensivos donde se les explica a los campesinos quién es el jaguar, cuál es su papel en el ecosistema que los rodea, por qué ataca a sus animales y por qué es un mito que se come a los humanos. La intención es que sean ellos mismos quienes, dentro de unos meses, manejen con soltura las cámaras trampa y envíen los datos a una plataforma donde los procesarán los técnicos. Sin los campesinos, el corredor es imposible.
La historia parece ir revirtiéndose poco a poco, aunque todavía quedan algunos díscolos, personas reacias a sacar de su cabeza la idea del jaguar como enemigo. Ahora, ya hay quien exhibe con orgullo las fotos que captan las cámaras trampa. Es un motivo de alegría, no de miedo. Les preocupa a los campesinos, eso sí, cuando se hayan ido las organizaciones ambientalistas. Para eso se están preparando, pues ellos deberían ser los multiplicadores del proyecto.
—Nuestra apuesta es bajarle a la ganadería y apostarle al turismo ecológico. Nosotros no tumbamos selva porque quisimos, sino por desconocimiento. Con el monitoreo hemos podido conocer mejor el entorno y nos hemos dado cuenta de que nuestros niños no conocen su fauna. Pero ya va siendo hora de que aprendan a leer con jota de jaguar y no de jirafa —concluye un campesino en otra reunión en la vereda La Pizarra, en un paraje idílico donde no hay ninguna conexión posible más que con la naturaleza.