Especies y territorios

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    Cuando la plata crece en los árboles y cómo una comunidad los 'cultiva'

    En Acandí, Chocó, sus pobladores persisten por mantener la paz en el territorio y mitigar el cambio climático. Venden bonos para mantener el bosque nativo.

    Por Eduardo Echeverri 

    Aureliano Córdoba todavía recuerda aquella época de infancia en la que su pueblo podía vivir del bosque. Peñaloza era, en ese entonces, un pequeño caserío envuelto por la selva del Darién: una de las regiones más biodiversas e impenetrables del mundo; el hogar de jaguares, guacamayas y quebradas cristalinas. Por las mañanas, el pequeño Aureliano correteaba a la sombra de los árboles mientras se cocinaba la yuca y su madre pescaba sabaletas en el río Tolo para completar el almuerzo. Su padre llegaba poco después desde Acandí Chocó, navegando en un bote de motor, quizás con algún armadillo capturado en el camino. 

    —No había que comprar nada, todo lo producíamos. Y era gracias al bosque. 

    Hoy Aureliano tiene 60 años y le cuesta explicar esta escena a los más jóvenes de su comunidad. Hace tiempo la selva desapareció para dar paso a un paisaje de potreros interminables, similar a las sabanas cordobesas y a los Llanos Orientales. Y con ella se esfumaron los cultivos de plátano, los peces y los armadillos. Ahora el río Tolo, antes navegable, no le llega ni a las rodillas. 

    Desde la década de los ochenta, el avance voraz de la ganadería ha sido la principal fuerza de deforestación en la zona. Un estudio de World Wildlife Fund —WWF— señaló a la región Chocó-Darién, junto con la Amazonía, como uno de los principales focos de deforestación del mundo. Solo entre el año 2000 y el 2015, Acandí perdió 7,1 por ciento de su cobertura arbórea, según la organización Global Forest Watch. Este drama ocurre a espaldas de decenas de turistas que cada semana visitan el municipio en busca de sus paradisíacas playas. Pero para las comunidades negras de este rincón de Colombia, ubicado a orillas del mar Caribe y en la frontera con Panamá, se trata de una batalla existencial. 

    El protagonista de esta lucha no es solo una persona sino un pueblo entero: el Consejo Comunitario de Comunidades Negras de la Cuenca del Río Tolo y Zona Costera Sur (Cocomasur). En 2010, la organización creó el Corredor de Conservación Chocó-Darién, un proyecto que protege cerca de 13.500 hectáreas de bosque tropical húmedo, un área similar a la del municipio de Barichara, en Santander. Es más, su lucha contra la deforestación logró generar ingresos para invertir en el desarrollo de la comunidad. 

    Viajamos a Acandí para entender cómo funciona esta nueva forma de vivir del bosque. La sede de Cocomasur está en el casco urbano del municipio y a diez pasos del mar. Consiste en nueve casetas de cemento, una por cada comunidad local del consejo, todas embellecidas por murales y palmeras. Una docena de miembros de la organización nos recibe en el quiosco comunal. Visten camisetas con el logo de Cocomasur, pero se les podría distinguir del resto de habitantes de Acandí simplemente por su forma de hablar, siempre en voz baja. “Es porque los de la costa deben hacerse oír por encima de las olas, en cambio nosotros somos de río”, aventura Ferley Caicedo, uno de los integrantes. Y como en un verdadero relato colectivo, entre todos se turnan para contar la historia de su territorio. 

    Todo empezó en 2005. La deforestación y la guerra llegaban a su cénit, cuando el Estado por fin reconoció a Cocomasur como titular de tierras colectivas hasta entonces catalogadas como baldíos. La comunidad se enfrentó entonces a un dilema: ¿Qué hacer con el bosque que quedaba en pie? ¿Cómo aprovecharlo para beneficiar a una zona rural donde, aún hoy, la pobreza multidimensional afecta al 56 por ciento de la población? 

    Everildys Córdoba, quien en esa época ya era una reconocida líder comunitaria y hoy es representante legal de Cocomasur, cuenta que la primera respuesta fue la tala: “Eran tiempos difíciles. Si de todas formas iban a convertir el bosque en potrero —pensábamos—, al menos podíamos hacer nuestro propio aprovechamiento forestal en una parte del territorio y generar ingresos”. 

    Rápidamente se dieron cuenta de que la mayor parte de los beneficios quedaba en manos de los comerciantes y ese proyecto se canceló. Pero la presión seguía aumentando y las opciones parecían agotarse: o sucumbían ante la inundación de potreros, o se daban a la “conservación con hambre”, en palabras de Aureliano. Fue allí cuando apareció la empresa estadounidense Anthrotect con una idea poco escuchada en Colombia y en el mundo hasta entonces: crear un proyecto de conservación de la selva para evitar las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) a causa la deforestación y, acto seguido, vender estas reducciones en forma de bonos de carbono. 

    El mercado de carbono es un mecanismo creado en 1997 por el Protocolo de Kioto para que la protección del medioambiente tenga también incentivos económicos. Cada bono o crédito de carbono representa una tonelada de CO2 equivalente reducida o removida de la atmósfera. “Las empresas pueden adquirir bonos de carbono en el mercado para compensar las emisiones debido a sus actividades y por tanto llegar a demostrar una gestión eficiente de su huella de carbono. Otro fin es cumplir metas obligatorias de reducción de emisiones en contextos internacionales o nacionales”, explica Maritza Florián, especialista del segmento de Cambio Climático, Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos de WWF Colombia.  

    En síntesis, los mercados de carbono dan más valor a los bosques en pie. “Nadie había escuchado eso antes. Y queríamos lograr la independencia económica para autogestionarnos. Entonces, después de mucho investigar por Internet y tras decenas de reuniones comunitarias, decidimos intentarlo”, dice Everildys. ​


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    Pareciera que los tiempos de vivir del bosque terminaron. O están a punto de acabar. Y no, apenas empiezan. Una comunidad entera hace historia, en el Chocó, sacándole plata a mantener la selva.
    Bosques de Acandí — Chocó Foto: Jorge Serrato

    En 2012, después de un largo proceso de estudios de la selva y con la aprobación de una empresa verificadora, el Corredor de Conservación Chocó-Darién emitió aproximadamente 100.000 bonos de carbono. Este proyecto REDD+ —así es como Naciones Unidas denomina este tipo de iniciativas— se convirtió en el primero del mundo en generar créditos de carbono a partir de una tierra de propiedad colectiva. Un dato para comparar: si se divide la totalidad de CO2 de un país como Colombia entre sus habitantes, en promedio, cada colombiano genera 1,6 toneladas métricas por año. Así lo establece la más reciente medición per cápita del Banco Mundial. Y eso significa que este primer paquete de bonos de Acandí equivale al promedio de CO2 generado por unos 60 mil colombianos, más o menos la población de una ciudad como Mocoa. 

    Pero mantener el bosque a salvo de su depredador, el humano, es un trabajo de tiempo completo. Para ello, Cocomasur estableció un grupo de monitores para recorrer, todos los días, grandes extensiones del territorio en busca de signos de deforestación. Con ellos nos adentramos en la selva. Yénifer Vidal, lideresa de los monitores, explica cómo gracias al proyecto las comunidades han aprendido a reconocer sus derechos de propiedad del bosque. Y eso implica, por ejemplo, frenar la expansión de los potreros y la ganadería con el pretexto de que esta es una tierra de nadie.  

    Antes era un terrateniente tumbando 20 hectáreas a diario. Ahora lo que más encontramos son personas, sobre todo gente ajena a la comunidad, haciendo talas selectivas para vender madera. Si no existiera el proyecto, ya los potreros estarían llegando a Panamá. 

    Su trabajo es pedirles irse del territorio, únicamente armados del diálogo y del respeto que inspiran. Y funciona. De no ser por las acciones del proyecto —estima un reporte de la empresa verificadora—aproximadamente la mitad del área acabaría deforestada para la década de 2040. De esta forma, durante la vida útil de la iniciativa, se evitará la emisión de 2,8 millones de toneladas métricas de CO2. 

    Otra consecuencia invaluable de la protección de este ecosistema es la preservación de su biodiversidad. El monitor José Amín la conoce bien. Hasta hace cuatro años trabajaba como aserrador en este mismo bosque, un oficio heredado de su padre y de su abuelo. En sus recorridos se ha cruzado con armadillos, monos aulladores y hasta jaguares. La región es hogar de 202 especies de mamíferos, 598 de aves, 58 de anfibios y 45 de reptiles. Casi la mitad están amenazadas. Ahora, José Amín y otro puñado de antiguos aserradores ponen esos conocimientos al servicio de la conservación. 

    Gracias a este trabajo, Cocomasur hizo una segunda emisión de bonos de carbono en 2017. Esta vez se superaron los 300.000. En ese mismo año —explica Francisco Ocampo, presidente de la Asociación Colombiana de Actores del Mercado de Carbono (Asocarbono)—, el mercado de créditos de carbono colombiano se disparó debido a la creación del impuesto a los combustibles fósiles líquidos. A las empresas se les permitió comprar bonos de carbono como forma de reducir su huella en vez de pagar el tributo. 

    “Los proyectos de carbono existentes como el de Cocomasur, entonces, tuvieron un nicho de venta muy importante y ha venido creciendo —cuenta Ocampo—. Pasamos de 70 proyectos en 2017 a casi 200. Y también existe la demanda, muchísimo más grande, del mercado voluntario internacional, donde el precio del bono es superior a los 6 dólares. En Colombia está en 3,5”. 

    Entre los compradores hay tanto empresas nacionales como internacionales. “Queremos venderles a compañías comprometidas realmente con la reducción de la huella de carbono. Ojalá cada vez compraran menos bonos, pero porque estén tomando medidas para ser más sostenibles”, asegura Everildys. La demanda global de bonos se multiplicará por 15 para 2030, con lo que el mercado alcanzaría un valor de 50.000 millones de dólares, según un estudio de McKinsey de 2021. La consultora estima que esa misma demanda será 100 veces más grande para 2050. 

    Las regiones en donde mayormente se concentran este tipo de proyectos, por ahora, son el Pacífico y la Amazonía colombiana. Su valor no solo está en los beneficios ambientales para el planeta, sino en que, en teoría, deben impulsar también el desarrollo local y comunitario. 

    “Es importante regular cómo se implementan los Mercados Voluntarios en Colombia con el fin de garantizar que, además de ser una opción económica en los territorios, no se cometan atropellos con las comunidades, se contribuya a la conservación de los bosques de la Amazonía y del Pacífico y a las metas de reducción de gases de efecto invernadero para combatir el calentamiento global”, advierte Florián. 


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    Una iniciativa comunitaria, en un territorio golpeado por violencias, tráficos, migraciones y pobreza, logra que toneladas de CO2 dejen de emitirse a la atmósfera o sean absorbidas.
    Aureliano Córdoba, Cocomasur — Acandí, Chocó Foto: Jorge Serrato

    Sobre un camino de barro que engulle las motos de los viajeros —testimonio del abandono del Estado y cuyo contraste con la autogestión de la comunidad resulta evidente—, visitamos las comunidades de Peñaloza y San Miguel para conocer cómo se invierte el dinero del proyecto. En el aeropuerto cerrado solo queda una avioneta, incautada y abandonada por la Policía hace no se sabe cuánto, desintegrándose lentamente bajo la lluvia tropical. Las siglas “AGC” aparecen numerosas veces pintadas en las casas, recordando el dominio del Clan del Golfo en la región. 

    Tras 45 minutos de viaje en moto aparece Peñaloza en medio de un hirviente campo de potreros. El pueblo, medio centenar de casas de madera en torno a una cancha de fútbol y a un quiosco comunal, está cercado por los pastizales. Acompañamos a la presidenta del consejo local, Dina Luz Panesso. Con recursos de los bonos se restauró el centro de salud, antes abandonado, para poder recibir a las brigadas. Se dotó con muebles y estufas y se reconstruyó el techo. Se arregló la casa de la inspección de la Policía que, si bien no cumple ese propósito en una comunidad que se precia de organizarse sola, sirve para guardar mobiliario comunal. Se compraron sillas y ventiladores para la iglesia, se amplió el comedor escolar, se construyó una casa comunal.  

    Toda construcción destinada al bien común ha sido tocada por el bosque.  

    Realmente ha cambiado mucho el pueblo —señala Panesso. 

    Gracias a la gestión del Corredor Chocó-Darién, Cocomasur ha obtenido también un prestigio que le ha permitido establecer acuerdos con entidades como el Gobierno Nacional, la Gobernación de Chocó y la autoridad ambiental Codechocó. Ejemplo de ello es el proyecto de reforestación de la ribera del río Tolo que adelanta la entidad. Allí se proyecta plantar unos 300.000 árboles. 

    Otra de las iniciativas fundamentales es la creación del programa ‘Mi casa ambiental y cultural’, una iniciativa para enseñar música, baile y la cultura tradicional a los niños de la comunidad. Hay una sede en cada una de las comunidades. En San Miguel, un pueblo de 84 familias a 20 minutos de Acandí, la casa está ornamentada con murales y alberga instrumentos como maracas y marimbas. Cocomasur provee los materiales y contrata a profesores que van todos los días, a las cuatro de la tarde, a atender a los niños. 


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    Suele pensarse que un bosque, en términos económicos, solo sirve mientras se explota y, lento o rápido, se extingue. Pero no. Hoy, los mercados de carbono dan valor a los bosques en pie.
    Bosques de Acandí — Chocó Foto: Jorge Serrato
    “El proyecto es nuestro pulmón económico. Acá, además, tenemos un huerto de plátano y de yuca para recuperar la cultura del cultivo, que ha retrocedido con la ganadería. Con todo esto, el objetivo es fomentar el amor por la comunidad y por nuestras tradiciones. Y así también arrebatarle los niños a la guerra”, explica Daniela Santamaría, una lideresa local. 

    Gran parte de ello implica generar oportunidades laborales dentro del territorio. Cocomasur emplea a miembros de la comunidad, y contrata a las cocineras tradicionales de los pueblos cada vez que se organiza una reunión o un gran evento. También ha entregado hasta diez becas a jóvenes para estudiar en universidades de Medellín y Bogotá. Con todo ello contribuye a evitar la migración de los habitantes del territorio en búsqueda de trabajo y, a su vez, prepara a la siguiente generación de líderes del consejo comunitario. 

    La oportunidad de ganarse la vida en la tierra propia se hace más importante a la luz del drama que se vive a pocos kilómetros de la comunidad. Cada día, cientos de migrantes llegan a Acandí con la intención de internarse durante días en el tapón del Darién, arriesgando la vida para cruzar a Panamá y, en últimas, a Estados Unidos. Vienen de lugares tan dispares como Kenia, Haití y hasta Nepal. Pero cada vez más colombianos se aventuran a hacer la travesía. 

    ​​​“Hay una cosa que ha traído el proyecto y que no sabría medir. Es el orgullo comunitario. Porque, antes, muchos pensaban que debían salir para encontrar oportunidades. Ahora la gente se quiere quedar, la participación ha aumentado, y también la apropiación territorial en el lenguaje: la gente dice con propiedad ‘yo soy de Cocomasur’”, remata Everlidys.​ ​


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    Acandí, Chocó — Mar Caribe Foto: Jorge Serrato

     Editor de contenido ‭[3]‬

    Verlo para creerlo: el negocio de engordar el bosque ​​

    No es cuestión de engordarlo y luego cortarlo. Justamente se trata (ver la historia en texto) de mantener el bosque en pie para que sea rentable. Así lo logran comunidades en Acandí, Chocó, tan cerca del tapón del Darién, donde se rozan la esperanza y la desesperación que subyace en las vastas oleadas migratorias que por allí pasan. Visitar al Consejo Comunitario de Comunidades Negras de la Cuenca del Río Tolo y Zona Costera Sur —Cocomasur—, ver a sus gentes como las primeras del mundo en vender bonos de carbono en un bosque de propiedad colectiva, observar su labor con las tortugas caná y carey, además de conocer la historia de su pueblo desde los tiempos en los que en ese lugar se abría la frontera agrícola, es una experiencia que inflama el espíritu. ​