Especies y territorios

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    Diamantes de plástico: el milagro de convertir toneladas de desechos en comida

    Campesinos de Fómeque y Choachí, en Cundinamarca, consignan desechos reciclables en un banco de alimentos.​​

    Por Roberto Palacio


    Voy conduciendo la Ford de la dueña del banco, Olga Bocarejo. Olga no maneja y me ha pedido que “acerquemos” a su casa a dos clientas, la abuela María Helena y su nieta Valentina, para que la caminata de regreso a su finca en una de las 32 veredas de Fómeque no sea desmedida. María Helena, la abuela, tiene 79 años. Ha caminado más de dos horas entre el barro para llevar un poco de reciclaje al banco. Según ella, es solo una hora a pie, pero llegar allí en el auto nos tomó justamente cerca de una hora. Este banco recibe en consignación unos valores peculiares: desechos como vidrio, plástico, latas. Y los cuentahabientes sacan de sus cuentas no billetes, sino alimentos (por lo cual tiene el nombre de Bancalimentos), medicinas, ahorros en bonos pensionales, viajes, educación.

    Valentina, su nieta, va silenciosa en la silla de atrás de la doble-cabina. Luce su mejor vestido, una falda blanca de puntos morados que guarda toda la semana y que solo usa para bajar a Fómeque. Tendrá unos 12 años. Le pregunto su nombre y le consulta a su abuela pidiendo permiso para hablar. Se le enredan las palabras, pero está encantada de ser el centro de atención. Lleva un collar de pedacitos de plásticos de colores pastel. No lo toca, pero lo luce con la dignidad de una gargantilla de diamantes. Para ella ese plástico no es una falsificación; es una gema en el sentido propio. Pronto descubriría que la magia alquímica del banco de Olga tenía justamente ese poder: el de transmutar el plástico y todo lo que se le asemeja en algo más valioso que el diamante: en vida, en un sentido literal.

    Los días que estuve en Fómeque descubrí que, como María Helena, muchas personas recorren trayectos inverosímiles para consignar. Uno tras otro, llegan a la sede de Bancalimentos, donde un ‘cajero’ pesa el material reciclable. Lo más valioso es el aluminio, a 5.000 pesos el kilo (su equivalente en puntos es 5.000 puntos); el plástico se paga a 1.200 puntos/kilo. Plástico es lo que más llevan los cuentahabientes. Se anota cuidadosamente en un programa de Excel lo que han llevado y el nuevo saldo, restando lo que se llevan en aceite, arroz, blanqueador, hojuelas de avena. No son transacciones cuantiosas, pero como en un banco convencional, los clientes no dejan de llegar. Bancalimentos es un lugar ocupado. Ninguno de sus clientes se ha convertido en reciclador de tiempo completo, abandonando las labores del campo. Siguen siendo usuarios. Los recicladores, por su parte, también hacen sus depósitos de vez en cuando. Los negocios no riñen: el reciclaje convencional, según muestran los datos, no logra llegar sino a 18 por ciento de los desechos. Hay plástico para rato.

    Cuando llegamos a la pequeña servidumbre de tránsito que conduce al terruño de María Helena, se desata un aguacero torrencial. Aún le faltan a la niña y a la abuela más de 20 minutos para llegar a su casa, pero los carros no pasan de este punto. Me bajo de la camioneta y la abuela me da un abrazo que por poco me hace caer en el barro formado con las gotas que se precipitan con furia. Muchos días después, pensando en ese agradecimiento, caigo en la cuenta de lo improbable que resulta que la dueña de un banco lo lleve a uno a la casa en su propio carro; de lo improbable que es convertir el plástico en comida capaz de mitigar la pobreza, de lo improbable que es toda la historia que acá se abre.


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    Nuevos emprendimientos, nuevos modelos de negocio. Combinar sostenibilidad ambiental, impacto social y rentabilidad es hoy imperativo para la iniciativa privada.
    Olga Bocarejo, Carlos Hernández, en la puerta del banco — Fómeque, Cundinamarca Foto: Jorge Serrato

    Olga Bocarejo no deja que la invite a un café. Compra su propio café con una torta de queso. Es una faceta de su independencia, aunada a su generosidad. Mientras disuelve el azúcar en su bebida humeante, me narra su historia sin tapujos. Entra en el tema exactamente donde quiero que entre. Huyendo de la pobreza debió salir del campo y alejarse de sus hijos y de su marido, Carlos, cuando el trabajo en el agro no dio para el sustento. “La pobreza es un tipo de estrés emocional —me dice—, uno producido por la adversidad”. En su mirada hay la determinación de quien ha conocido la carencia no como una referencia abstracta que usa en sus conferencias, sino como una angustia indisolublemente insertada en su pasado.

    Fue ese tipo de angustia la que la hizo viajar a Bogotá desde Zetaquirá, Boyacá, en ese exilio “voluntario” por el que muchos optan. Entró a trabajar como empleada doméstica en la casa de un par de profesores que tenían una biblioteca increíble, a su propio decir. Esta colección de libros, que se venden ahora por metros para decorar, fue más que un ornamento para Olga. “Yo leía hasta quedarme dormida —me cuenta con cierta fascinación en los ojos—. Debía salir a recoger el periódico. El señor de la casa me guardaba el diario luego de haberlo leído. Yo leía Dinero y Portafolio mientras envolvía las frutas en papel periódico”.

    Pero por más que sus nuevos empleadores le permitieran esculcar entre las estanterías, Olga era requisada como a la entrada de una cárcel cada vez que emprendía el absurdo viaje de nueve horas para ver a su familia. Eventualmente la situación se hizo insostenible. Olga debió regresar al campo y, de nuevo, a la pobreza adversa. Y con la pobreza comenzó este carrusel de ideas para sobrevivir. “Sembremos fríjoles”, le decía Carlos. Pero la endeble enredadera del fríjol toma cuatro meses en dar fruto. “¿Y mientras tanto qué comemos?”, le preguntaba Olga. No puedo evitar pensar que esa pregunta, la misma que le hace a su marido la mujer de El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, ante ese cheque que nunca llega, es una especie de mantra nacional digno de aparecer en nuestro escudo.

    La pobreza hace que a menudo nos debamos arrojar a lo improbable. “A sembrar bola roja; veremos cómo la sorteamos mientras tanto”. Apenas había dado Carlos el primer golpe del azadón, cuando Olga salió de la casa con un cuaderno en el que había esbozado los primeros trazos del proyecto de Bancalimentos. “Puede funcionar”, le dijo a su marido. “Debe funcionar”, de hecho, porque la alternativa era que los hijos pasaran hambre. Bancalimentos nació con la obligación de crecer más rápido que una liana de fríjoles y ser viable desde el primer momento. Cuenta Carlos que en ese 2015 puso el azadón en el piso y no lo ha vuelto a levantar.

    Esas lecturas esporádicas, con tanto plan como las formas de las frutas que envolvían, le enseñaron lo suficiente para fundar un banco. La inspiración provino de la lógica infantil. Viendo a su madre desesperada, el hijo de la familia le preguntó a Olga: “¿Y por qué no fundamos un banco, mamá?”. Considérese qué tan en serio nos tomamos estas ideas de los niños. Si trabajo en un hospital y me despiden, mi hijo pequeño me pregunta por qué no fundo un hospital. ¿Lo consideraríamos siquiera? Se nos antojan como soluciones improbables, descorazonadoras. El mundo simplemente no es así; las empleadas domésticas no fundan bancos. Nadie funda bancos excepto los grandes consorcios rebosantes de músculo financiero. En nuestro medio, el que los sueños prosperen es algo que nos dicen en conferencias motivacionales, pero que poco vemos suceder. Sin embargo, contra toda sensatez, contra todo lo que suponemos saber del mundo y de lo probable, al menos en casos extraordinarios como el de Bancalimentos, al parecer los sueños improbables sí construyen el mundo. Al fin y al cabo, lo que ha operado en la historia de Olga es la lógica más elemental. La madre de Olga, Ana Buitrago, una mujer campesina que mantenía su casa en perfecto orden, solía decir: “Ojalá, así como sale mugre, salieran dinero y comida”. Quizá esa lógica tenga una oportunidad en el mundo; quizá la tenga en Colombia, pienso por primera vez en mi vida.

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    Emerger de la pobreza, mitigando la pobreza de otros y el empobrecimiento del planeta, es un camino de valor. De valor humano y de valor económico. De valor ambiental.
    La ventanilla del banco — Fómeque, Cundinamarca Foto: Jorge Serrato

    Viví en Tokio en la década del noventa como estudiante. Tomé por costumbre abordar el metro y bajarme en cualquier lugar como una estrategia para conocer la ciudad sin planes turísticos. Alguna vez, al salir de la estación, me topé con una montaña de televisores abandonados, apenas usados. Eran de los barrigones, con sus prominentes tubos de rayos catódicos apoyándose entre sí para formar una pirámide que estuve tentado a escalar.

    Nunca imaginé que vería de nuevo una montaña de desechos semejante. Olga me muestra un cerro de botas de caucho que me traen a la memoria esa pirámide sin faraón de Tokio. Hay algo humano en esa montaña, a diferencia de la de televisores; se perfilan formas de pies, desgastes de usos particulares. Y como tanto de lo humano, de lo que dejamos atrás, pareciera que nos persigue una vez transmutado en desecho.

    ¿Por qué es insostenible una montaña de botas? Una investigación de la maestrante Paula Triviño García de la Universidad Nacional (2018) lo dice en lenguaje académico:

    “Frente a los residuos, el 71 por ciento de las unidades productivas agropecuarias (UPA) no cuenta con un manejo de desechos de plástico, vidrio o PVC generados en sus actividades agropecuarias, y de las UPA que realizan algún tipo de manejo, predominan en un 59 por ciento la quema y el enterramiento, un 40 por ciento los entrega al servicio de recolección, mientras que menos de un 1 por ciento los reutiliza.”

    Las botas nos persiguen porque los gases intoxicantes de sus quemas vuelven a nosotros. Quemar los desechos no es parte de una perversidad natural del campesino. Simplemente sucede que apenas sale uno del casco urbano, el camión de la basura ya no pasa. ¿Qué tan lejos tiene uno que vivir de la cabecera municipal para que no pase la basura? La respuesta sin tecnicismos académicos es “no mucho”. En el campo no hay recolección de basura, al menos no en Fómeque. Y cuando la hay, en una espiral de la misma persecución, la basura es llevada justo a donde el campesino se exilia: a la ciudad. O a sus botaderos, porque una cosa que normalmente no consideramos es que los desechos de los municipios cercanos a Bogotá van a dar… oh sorpresa… ¡a Bogotá! Fómeque vierte su basura en Mondoñedo, Choachí en Doña Juana.

    Unos días después de regresar de Fómeque, le pregunto a Olga por WhatsApp datos imprescindibles. Me manda una foto en una conferencia de ‘Google Start-Ups’, desde Río de Janeiro en la que posa con gerentes de emprendimientos conocidos en América Latina. “Algunas son empresas colombianas que han escalado a otros países”, me dice. Bancalimentos también: en Tigre (Argentina) hay un proyecto adelantado y en otros tres países. Me responde con todo el conocimiento de su propio negocio, como los banqueros que tiene al lado:

    “Hemos evidenciado que una persona en el sector rural produce 1,2 kilos de residuos al día en promedio; eso supera los 1.296 kilos por año para una familia de tres personas. Contando las 6.310 familias rurales (tres personas por familia promedio) que participan de la estrategia, se estima que se han dejado de quemar y de arrojar, en el sector rural, 8.117 toneladas por año”.

    Es inevitable pensar que se genera una nueva forma de hacer negocios, sostenibles en lo ambiental (que de hecho producen beneficios) y que al tiempo logran impacto social. 

    Unos pocos días antes estábamos en la sede de Bancalimentos en Fómeque. Me paré en medio de una sala completamente ordenada de mini-montañas de botellas, latas de cerveza ordenadas en costales, una bolsa gigante de envases de jabón, cartón, por los lados, pedazos de estufa, cosas que no pude reconocer. Habría unos seis millones de pesos en desechos, intercambiables por comida. Es esto es lo que permite la peculiar transmutación: el volumen. ‘El mugre’ se gesta en cantidad, lo valioso es escaso. Pero si lo ponemos en una balanza, uno es capaz de equiparar al otro. Se trata del sueño de la madre de Olga: ‘el mugre’ transmutado en valor. Y todo con lo que imagino era su disposición por el aseo porque por más que lo intento, no logro percibir ese olor peculiar a basura.

    Unas 2.400 personas en Fómeque y 1.230 en Choachí (5.000 familias en total en el sector urbano, ya que el banco se ha expandido por toda Colombia) hacen de vez en cuando lo que María Helena y Valentina: caminar horas para llevar un pedazo de zinc cuidadosamente embalado en un costal y así poder reclamar un poco de aceite y arroz para hacer un almuerzo. Olga me muestra las consignaciones, transacciones anotadas en libretas amontonadas que cada sede guarda cuidadosamente. “Genaro queda debiendo 1.860 pesos. Rosa Elvira tiene 19.650 pesos de saldo a favor”.

    Bancalimentos les presta pequeñas sumas a los cuentahabientes para que no se queden cortos. Las cuentas que más tienen guardan del orden de 120.000 pesos como saldo. “Pero, ¿qué pueden hacer con ahorros de 2.000 pesos?”, le pregunta a Olga una joven de una ONG internacional, según me cuenta. Claro, incomprensible para quien gana treinta o cuarenta salarios mínimos. El CEO de uno de los bancos más grandes del país, con quien se reunió, le dice que su proyecto está “por fuera de todo contexto”. Pero Olga lo sabe muy bien, la diferencia entre el hambre y un almuerzo pueden ser esos 2.000 pesos: no olvida que su madre hacía almuerzo para cinco niños con 2.000 pesos, que hay quienes siguen haciendo almuerzo con 2.000 pesos.

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    Olga, campesina, empleada doméstica, fundó un banco. Una historia improbable. Casi increíble. Un banco donde montañas de desechos se transmutan en dinero, en alimento…
    El capital a entregar Foto: Jorge Serrato

    Me siento con tres chicos y una chica muy jóvenes que trabajan en la sede de Bancalimentos en Choachí. Es solo una de las muchas sedes. Bancalimentos ya está en los municipios de Maicao y Manaure, en La Guajira; Facatativá, Cajicá y Chipaque, en Cundinamarca; en Cali; en El Banco, Magdalena; en Morales, Bolívar; La Jagua de Ibirico, en Cesar, y Barichara, en Santander. Me imagino que en todas trabajan personas similares. A quienes entrevisto no tienen más de 24 años. Los invito a galletas de maíz en una panadería cercana. No se atreven a tomar una hasta que les insisto. Conocen el valor de la comida. Un chico alto y risueño llamado Jefferson es el más locuaz. Trabajaba convirtiendo el fruto de la palma en aceite. Andrés, Carlos y la chica, Naidiver, lo miran y se ríen de sus picardías privadas. Hacían oficios como trabajar en porcicultura, ser montadores de caballos o desempeñarse en “varios” como Naidiver. Me impresiona el contraste entre la desenvoltura que les llega en ese ambiente distensionado y el profesionalismo con el que los vi trabajar. Clasifican el material a velocidades increíbles, sin parar. Se trata de un trabajo agotador. 

    Poco pensamos en que el cartón con cinta —la de los trasteos, por ejemplo— pierde valor dada la enorme cantidad de tiempo invertido en arrancarla. Las compañías en donde el cartón, el plástico son procesados y en donde al fin mueren las botas (como Empacor, Biocírculo, Ekored, las que en el negocio se llaman “transformador final”), pagan el material encintado o sucio a precios más bajos; deben gastar en líquidos removedores. Todo está en el usuario: si limpia el PVC, si remueve los cunchos de las latas de cerveza, su material se paga mejor. Olga me lo certifica, los usuarios lo saben y las cosas suelen llegar debidamente seleccionadas y limpias. Claro, hay excepciones; las botellas de bebidas azucaradas de litro, litro y medio, etc. En algunos casos, los envases de gaseosa vienen rellenos de otra basura, como bolsas de papas o pañuelos. ¿Por qué tomaría uno una botella por caneca? Es algo tan común que constituyen una categoría propia.

    Este es el día a día de los chicos con los que hablo. Han dejado vidas más emocionantes por la estabilidad. Eventualmente les hago la pregunta difícil: “¿Han recibido críticas y rechazo por trabajar con desechos?”. Es como si hubiera abierto una ventana; todos exhalan. La sociedad que liberan de desechos —entre todos los empleados de Bancalimentos evitan que más de 90.000 kilos de residuos terminen quemados o en rellenos— también viene por ellos como las botas. Algunos han sido criticados por su madre; otros son rechazados por posibles parejas que no soportan que trabajen con basura. Pero noto que la estabilidad que han logrado los ha sacado de la vida del nomadismo laboral. Bancalimentos constituye un proyecto que lucha contra la pobreza y la desigualdad. Pero cumple con los difíciles Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas también creando igualdad de género, comunidades viables, fin de la pobreza desde adentro, porque genera empleo. Así de simple; el valor no se crea solo.

    Terminando esta crónica le escribo a Olga porque tengo esta sensación de no haberlo dicho todo. Le pregunto si de los muchos premios y reconocimientos que ha recibido hay alguno que quisiera resaltar. No me menciona ninguno, solo la visita del premio Nobel de paz Muhamad Yunus a Colombia en la que le dijo: “Lo estás haciendo bien”. Google me informa sobre la visita de Yunus a Colombia y descubro que Bancalimentos se ha ganado, en 2016, el Premio Emprendimientos Sociales que lleva el mismo nombre del Nobel. Rememoro las palabras de la hija de Olga, Katherine, de 19 años, cuando le pregunto cuál ha sido la fórmula del éxito de su madre. Creí que me diría “el liderazgo” o algo semejante, pero me responde sin titubear: “La sencillez”. No hay otra forma de convertir el plástico en diamantes.​

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    Cómo crear un banco, darle una mano al planeta y ayudar a otros​ 

    Estas tres cosas, juntas, parecen no encajar. A menos que ocurran en lugares distintos. Y, de pronto, es más probable si involucran a personas diferentes. Pero, y lo comprobamos durante la realización de Colombia nos inspira, al menos en esta historia esas tres cosas pasan en los mismos lugares, con la misma gente y al mismo tiempo. El banco se llama Bancalimentos, detrás está Olga Bocarejo y su misión es recuperar toneladas de reciclaje y cambiarlas por comida para quienes han abierto allí sus cuentas. Consignan desechos (mugre al decir de la mamá de Olga) y retiran comida. Ojo, es un emprendimiento que funciona (ver historia en texto). Aquí, una mirada, en el departamento de Cundinamarca (Fómeque y Choachí), a este singular banco.