Viví en Tokio en la década del noventa como estudiante. Tomé por costumbre abordar el metro y bajarme en cualquier lugar como una estrategia para conocer la ciudad sin planes turísticos. Alguna vez, al salir de la estación, me topé con una montaña de televisores abandonados, apenas usados. Eran de los barrigones, con sus prominentes tubos de rayos catódicos apoyándose entre sí para formar una pirámide que estuve tentado a escalar.
Nunca imaginé que vería de nuevo una montaña de desechos semejante. Olga me muestra un cerro de botas de caucho que me traen a la memoria esa pirámide sin faraón de Tokio. Hay algo humano en esa montaña, a diferencia de la de televisores; se perfilan formas de pies, desgastes de usos particulares. Y como tanto de lo humano, de lo que dejamos atrás, pareciera que nos persigue una vez transmutado en desecho.
¿Por qué es insostenible una montaña de botas? Una investigación de la maestrante Paula Triviño García de la Universidad Nacional (2018) lo dice en lenguaje académico:
“Frente a los residuos, el 71 por ciento de las unidades productivas agropecuarias (UPA) no cuenta con un manejo de desechos de plástico, vidrio o PVC generados en sus actividades agropecuarias, y de las UPA que realizan algún tipo de manejo, predominan en un 59 por ciento la quema y el enterramiento, un 40 por ciento los entrega al servicio de recolección, mientras que menos de un 1 por ciento los reutiliza.”
Las botas nos persiguen porque los gases intoxicantes de sus quemas vuelven a nosotros. Quemar los desechos no es parte de una perversidad natural del campesino. Simplemente sucede que apenas sale uno del casco urbano, el camión de la basura ya no pasa. ¿Qué tan lejos tiene uno que vivir de la cabecera municipal para que no pase la basura? La respuesta sin tecnicismos académicos es “no mucho”. En el campo no hay recolección de basura, al menos no en Fómeque. Y cuando la hay, en una espiral de la misma persecución, la basura es llevada justo a donde el campesino se exilia: a la ciudad. O a sus botaderos, porque una cosa que normalmente no consideramos es que los desechos de los municipios cercanos a Bogotá van a dar… oh sorpresa… ¡a Bogotá! Fómeque vierte su basura en Mondoñedo, Choachí en Doña Juana.
Unos días después de regresar de Fómeque, le pregunto a Olga por WhatsApp datos imprescindibles. Me manda una foto en una conferencia de ‘Google Start-Ups’, desde Río de Janeiro en la que posa con gerentes de emprendimientos conocidos en América Latina. “Algunas son empresas colombianas que han escalado a otros países”, me dice. Bancalimentos también: en Tigre (Argentina) hay un proyecto adelantado y en otros tres países. Me responde con todo el conocimiento de su propio negocio, como los banqueros que tiene al lado:
“Hemos evidenciado que una persona en el sector rural produce 1,2 kilos de residuos al día en promedio; eso supera los 1.296 kilos por año para una familia de tres personas. Contando las 6.310 familias rurales (tres personas por familia promedio) que participan de la estrategia, se estima que se han dejado de quemar y de arrojar, en el sector rural, 8.117 toneladas por año”.
Es inevitable pensar que se genera una nueva forma de hacer negocios, sostenibles en lo ambiental (que de hecho producen beneficios) y que al tiempo logran impacto social.
Unos pocos días antes estábamos en la sede de Bancalimentos en Fómeque. Me paré en medio de una sala completamente ordenada de mini-montañas de botellas, latas de cerveza ordenadas en costales, una bolsa gigante de envases de jabón, cartón, por los lados, pedazos de estufa, cosas que no pude reconocer. Habría unos seis millones de pesos en desechos, intercambiables por comida. Es esto es lo que permite la peculiar transmutación: el volumen. ‘El mugre’ se gesta en cantidad, lo valioso es escaso. Pero si lo ponemos en una balanza, uno es capaz de equiparar al otro. Se trata del sueño de la madre de Olga: ‘el mugre’ transmutado en valor. Y todo con lo que imagino era su disposición por el aseo porque por más que lo intento, no logro percibir ese olor peculiar a basura.
Unas 2.400 personas en Fómeque y 1.230 en Choachí (5.000 familias en total en el sector urbano, ya que el banco se ha expandido por toda Colombia) hacen de vez en cuando lo que María Helena y Valentina: caminar horas para llevar un pedazo de zinc cuidadosamente embalado en un costal y así poder reclamar un poco de aceite y arroz para hacer un almuerzo. Olga me muestra las consignaciones, transacciones anotadas en libretas amontonadas que cada sede guarda cuidadosamente. “Genaro queda debiendo 1.860 pesos. Rosa Elvira tiene 19.650 pesos de saldo a favor”.
Bancalimentos les presta pequeñas sumas a los cuentahabientes para que no se queden cortos. Las cuentas que más tienen guardan del orden de 120.000 pesos como saldo. “Pero, ¿qué pueden hacer con ahorros de 2.000 pesos?”, le pregunta a Olga una joven de una ONG internacional, según me cuenta. Claro, incomprensible para quien gana treinta o cuarenta salarios mínimos. El CEO de uno de los bancos más grandes del país, con quien se reunió, le dice que su proyecto está “por fuera de todo contexto”. Pero Olga lo sabe muy bien, la diferencia entre el hambre y un almuerzo pueden ser esos 2.000 pesos: no olvida que su madre hacía almuerzo para cinco niños con 2.000 pesos, que hay quienes siguen haciendo almuerzo con 2.000 pesos.