Especies y territorios

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    Un hilo une la vida

    Es un día de sol en el Golfo de Tribugá, en aguas del Pacífico. Un hilo de pesca une a un par de hombres, desde el bote, con un pequeño tiburón martillo, muy cerca de la superficie clara, verdosa. Pronto, suave, uno de ellos saca al pez, no más grande que su brazo. El joven, muy joven martillo, volverá en breve al océano en ese mismo lugar de Colombia. Son privilegiados, tanto hombres como tiburón; protagonizan una escena de vida, una investigación crucial. En realidad, crucial para generaciones enteras de humanos, bien sea que anden sobre botes o permanezcan en ciudades, y para generaciones enteras de peces cazadores bajo el agua.

    Un hilo más extenso, menos visible —aunque más perdurable—, une a hombres y tiburones con una mujer muy al sur, en Consacá, uno de los siete municipios de Nariño en las faldas del volcán Galeras. Ella, abrazada a un árbol, solía hacer una plegaria por la tierra. Hoy custodia una suerte de biblioteca genética y agrícola de 150 semillas para cultivos que, junto a cafés especiales de sabores selectos, con un hondo sentido de la responsabilidad ambiental, buscan garantizar la seguridad alimentaria y la economía de decenas de familias en sus comunidades.

    Estas gentes sueñan con cambiar el mundo. O quizá solo sueñen con vivir, aunque lo cambian. Cambian laderas de Los Andes o fragmentos de vida submarina. Y con ellos, con muchos como ellos, territorio, país o planeta pueden, tal vez, ser distintos.

    Estas gentes se conectan con un hilo antiguo. De la naturaleza, pero también de la  supervivencia. Un hilo tenso, apremiante, a punto de romperse. Que involucra, si se quieren preservar la biodiversidad y la vida, transformaciones económicas, sociales y ambientales​​.


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    Transformar las condiciones sociales y económicas del planeta, preservar vida, ecosistemas y diversidad. Esa, la suma de misiones de los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
    1. Danta — Río Guayabero, piedemonte andino, cuenca del Orinoco Foto: Jorge García / VW PICS / Universal Images Group — Vía Getty Images
    Hace unos años —en 2015—, en una resolución firmada por 193 países durante su Asamblea General, las Naciones Unidas emitieron una guía. Ambiciosa. Por primera vez se integraban de manera decisiva metas de desarrollo humano, social y económico con la sostenibilidad ambiental y se fijaron 17 grandes fines: los Objetivos de Desarrollo Sostenible —ODS—. Una carta de navegación que, aunque no obliga a nadie a seguirla —no vinculante, se diría en los términos de los acuerdos internacionales—, ha sumado acciones, presupuestos y compromisos. De países y corporaciones, empresas privadas, organizaciones o personas.

    Un hilo, aún más extenso que el de Tribugá y las faldas del Galeras y hasta más sutil, une a esa carta de la ONU con iniciativas ambientales y sociales independientes. Hechas —o nacidas— tiempo atrás y muy al margen de un foro multinacional. Como la del hombre que, de su bolsillo, con tierras de su familia y luego con apoyo internacional, ha consolidado una reserva del agua con 72 afloramientos y cientos de especies en Santa Rosa de Osos, en Antioquia.

    ¿Ha servido esta resolución de las Naciones Unidas, han servido sus ODS? Hoy pueden ser más complejos sus retos que contundentes sus resultados.

    Se cuestionaron, en la carta, la desigualdad, la economía, el consumo frenético y los roles de naciones ricas y pobres. Se puso al ser humano en el centro. Y se sumó el medio ambiente.

    Se trazaron metas tan hondas como erradicar, para 2030, la pobreza extrema en el mundo. Que nadie viva con 1,25 dólares al día o menos. Y reducir a la mitad la población en condición de pobreza “en todas sus dimensiones", no solo monetaria. Seis años después —2021—, en un país como Colombia, 19,6 millones de personas estaban en pobreza y 6,1 millones en pobreza extrema. Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística, a esos 6,1 millones de colombianos les entraban, al mes, $161.099 —unos 40 dólares a finales de ese año—.
    El 2030 es la meta, de pronto volante, de esos Objetivos de Desarrollo Sostenible.

    Se pretende, según la resolución, mantener por encima de la media el crecimiento de los ingresos del 40 por ciento más pobre. Conseguir un crecimiento del Producto Interno Bruto —PIB— de al menos 7 por ciento anual en los países menos “adelantados" y duplicar la producción de campesinos en parcelas pequeñas, manteniendo los ecosistemas y la diversidad genética de plantas y cultivos. Salvo los años de reactivación tras la pandemia —2021 y 2022—, Colombia nunca ha alcanzado esa cifra de crecimiento del PIB en lo que va de este siglo.

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    Los desafíos, hoy, son más grandes que los logros. Instituciones, empresas, gentes se involucran, por su cuenta, con la sostenibilidad y la vida. Con los ODS. Rastreamos esos hilos.
    2. Inmediaciones, serranía Los Churumbelos — Piamonte, Cauca Foto: Clara Moreno Chalá — Semana
    Los 17 Objetivos comprenden 169 metas y 231 indicadores. Son amplios. Enormes. Hay temas como lograr cobertura sanitaria y educación básica de calidad —ojalá gratuita— para todos en el planeta, poner fin a las epidemias, reducir la mortalidad infantil e incluso bajar a la mitad el número de lesiones por accidentes. También se incluyen, de manera decidida, metas concretas sobre equidad, no discriminación y empoderamiento, industrialización inclusiva, mejora de servicios públicos y de transporte, de la vida en las ciudades…

    Múltiples hilos.

    Hilos cruzados —de manera voluntaria o por azar— con los muchos que tejen este libro. Como el de la mujer, decidida y con carácter, que le entregó buena parte de su vida a investigar al mono barbudo en el Caquetá. Sus discípulos, en el Putumayo, en Caquetá y en Cauca, siguen sus pasos. Su madeja.

    ​O el hilo que enlaza el esfuerzo por preservar los corredores vitales del jaguar.

    Porque en esa red, y esta fue la mayor novedad de los ODS, se incluyó “lograr la gestión sostenible y el uso eficiente de los recursos naturales". Años atrás, cuando se hizo una cumbre ambiental llamada De la tierra, en 1992, nadie en su casa pensaba en reciclar la bolsa del arroz ni en cuánta agua se necesita para fabricar su camiseta. La capa de ozono no era un tema de almuerzo e imaginarse el mundo sin petróleo era ficción pura. Cuando las Naciones Unidas, en 2000, presentaron sus Objetivos del Milenio, los temas ambientales apenas se rozaron. Deforestación, desaparición masiva de especies y el riesgo mismo de la vida ya eran notorios, sin embargo.

    Esta vez, para 2030, se fijaron metas sobre desperdicios de alimentos, desechos tóxicos o contaminación. Se habló de movilizar 100 millones de dólares en los primeros cinco años para mitigar el cambio climático y de obtener resultados en la reducción de la huella de carbono: de las naciones, de las ciudades, de las empresas, de cada quien en su casa y en su vida.

    Para 2020 se había fijado proteger y restablecer ecosistemas, humedales, cuencas —entre otros—… el acceso al agua, su uso eficiente, el tratamiento residual. Por supuesto, ese hilo del agua incluye en los ODS los océanos, la vida en los mares y sus recursos. Preservar, de hecho, al menos el diez por ciento de las zonas costeras y marinas.

    Cómo no pensar, entonces, en el investigador que aprendió a escuchar conversaciones jamás oídas de un listado inmenso de especies y construyó, en Colombia, la mayor audioteca ambiental del continente, una joya de la ciencia, una luz para trazar la salud de los ecosistemas.

    Algo similar a la conservación de las aguas podría decirse de las fuentes de energía. Sobre todo, de energías limpias y renovables, distintas a las de fuentes fósiles —petróleo, carbón, gas…— Y algo similar podría decirse de un emprendimiento privado, en Medellín, que optimiza la energía solar hasta en un 23 por ciento construyendo paneles que se comportan como girasoles.

    Nuestra historia, dice con certeza un reciente documental de la BBC, es la historia del Sol. No en vano, en una hora, irradia sobre la Tierra el equivalente a un año de consumo de energía de todo el planeta.

    En 2020, también dicen los ODS, debía garantizarse la gestión sostenible de los bosques. En 2021 se deforestaron 174 mil hectáreas en Colombia y la destrucción de la Amazonía no parece sostenible. En 2030, dicen los ODS, debe asegurarse la conservación de los ecosistemas y la biodiversidad. ¿Se va logrando? Los Objetivos se revisan cada año en Nueva York y cada cuatro años en la Asamblea de la ONU. La pandemia no ayudó.

    Se cree, ahora, que los primeros cinco años fueron de interpretación y de análisis, de cómo hacer esto. De decisiones políticas. Esta, se piensa, debe ser la década de la acción.

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    Nadie puede cambiar el planeta, pero todos podemos hacerlo. A los tesoros naturales de Colombia se suman acciones, vidas que inspiran. Entre ellas, las historias de esta obra.
    3. Banco de semillas (muestra) — Consacá, Nariño Foto: Clara Moreno Chalá — Semana
    Muchos, por su cuenta, actúan. Es otro día de sol, de esos escasos en 2022, y en un bosque de Acandí —en los linderos del Darién, de la frontera agrícola, de las violencias endémicas de nuestro territorio y de una colosal y dramática ola migratoria hacia los Estados Unidos—, un pueblo mide el grosor de los tallos de los árboles en una reserva singular: es el único territorio de propiedad comunitaria en el mundo capaz de emitir y vender, con éxito, bonos de carbono.

    Son largos y sutiles los hilos para unir acciones.

    Podría pensarse en una montaña de cifras adversas. En una cordillera entera de problemas. En un continente de obstáculos. En una cuenca de denuncias. En metas no cumplidas. Pero, en esta obra, buscamos ecosistemas, especies y gentes unidas por hilos largos y no visibles.

    Que sueñan con vivir y cambian el mundo.​