Especies y territorios

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    La naturaleza también hace alianzas, un modelo para las comunidades

    ​A salvar al bagre rayado del Magdalena 


    El bagre rayado es un pez único del Magdalena. Habita ciénagas, planicies y cauces de su cuenca. Migra y se desplaza a profundidades hasta de 20 y 30 metros y, en la penumbra, sus bigotes son órganos táctiles mientras su dorso con líneas y puntos negros lo mimetiza. “Es una especie importantísima para el ecosistema. Es carnívoro y, por su tamaño, está en la posición más alta de la pirámide alimenticia”, explica Mauricio Valderrama, director de la Fundación Humedales.  

    Desde los 80 su población ha disminuido más de 50 por ciento y los pescadores del Magdalena Medio buscan hoy cómo asegurar la supervivencia de la especie: les da de comer y es clave para unos 40 mil pescadores de la cuenca. Con ayuda de la Fundación Humedales, en 2015 arrancaron un piloto de ordenación que ha tenido como resultado la creación de la Mesa del Bagre —donde se coordinan iniciativas—, la declaración de vedas en temporadas de reproducción, la reglamentación de cuatro zonas de reserva por parte de la Autoridad Nacional de Acuicultura y Pesca, y un acuerdo de artes de pesca. 

    “La mejoría ha sido de un 1,8 por ciento. La cifra es pequeña, pero se revirtió la tendencia”, dice Valderrama. El problema, sin embargo, es profundo. El ecosistema de la cuenca es transformado por represas, maquinarias de minería de oro —más el mercurio utilizado en la explotación de este mineral—, deforestación y contaminación de centros urbanos. La supervivencia del bagre rayado depende de un trabajo conjunto. ​​​​


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    Pescador en Bocas del Carare, Puerto Parra — Magdalena Medio Foto: cortesía Fundación Humedales — Marta L. Sánchez
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    Pesca en el Magdalena Medio Foto: cortesía Fundación Humedales
     ​Bosques sin árboles, bosques esenciales

    Los bosques secos colombianos suman tres procesos evolutivos con una misma estrategia de supervivencia. “Los del Caribe se relacionan con ecosistemas secos de Mesoamérica, los de la Orinoquía con la vegetación amazónica y los andinos con la del sur del continente”, explica Hernando García, director del Instituto Humboldt. Sus especies desarrollaron la capacidad de sobrellevar el clima de un ecosistema que puede pasar tres o cuatro meses del año sin lluvia. El gigantesco macondo del Caribe, por ejemplo, deja caer sus hojas en épocas de sequía, mientras que la piñuela genera espinas para proteger sus frutos. 

    Este ecosistema está amenazado: de 9 millones de hectáreas colombianas, apenas 8 por ciento siguen intactas. La pérdida forestal no se debe solo a problemáticas modernas como minería ilegal, cultivos de uso ilícito o ganadería. “Los primeros asentamientos españoles coinciden con zonas de bosque seco”, dice García.   

    Los expertos del Instituto monitorean indicadores de diversidad del bosque seco. No cabe pensar en recuperar lo perdido. “La restauración debe enfocarse en recobrar la salud de los territorios, por ejemplo, mejorando la conectividad de los ecosistemas y cuidando las áreas de regulación hídrica. Esas son variables críticas de pérdida de biodiversidad”, afirma García. ​


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    Parque Nacional Natural Tayrona — Sierra Nevada de Santa Marta — Mar Caribe Foto: Juan Carlos Sierra — Semana
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    Cañaguate (árbol), inmediaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta Foto: Rodrigo A. Rodríguez — Getty Images

     ​​​Alianzas de la naturaleza para vivir

    En medio de la tupida vegetación de la selva amazónica existe un ecosistema que parece de otro mundo: los bosques de arenas blancas. Y, allí, una alianza singular, de beneficios mutuos, entre hongos y árboles. Esa asociación simbiótica, llamada micorriza, a través de los filamentos o hifas de los hongos y las raíces de los árboles, llevó a esos bosques de arenas blancas a la micóloga Aída Vasco, investigadora de hongos ectomicorrízicos y profesora de la Universidad de Antioquia. “Es un ecosistema interesante. Se desarrolla en suelos arenosos, con pocos nutrientes, periodos de sequía fuerte y, sin embargo, en ellos crecen árboles delgados, llamados varillales. Algunas especies dominantes de árboles forman ectomicorrizas y es, posiblemente, lo que permite el desarrollo del bosque”, cuenta. 

    Se trata de una asociación común en Europa, pero rara en países tropicales como Colombia. Es una apuesta por la vida. Las hifas del hongo, en contacto con las raíces de la planta, ayudan a captar agua y nutrientes. La planta les provee carbohidratos. Las micorrizas, además, forman una red kilométrica y subterránea a través de la cual las plantas se comunican, intercambian nutrientes y se envían señales de alerta por algún peligro —un patógeno, por ejemplo—. 

    En los bosques de arenas blancas, también, existen hongos que descomponen materia orgánica y retornan nutrientes al suelo. “Es fascinante cómo sostienen la vida en ambientes tan frágiles”, dice Vasco. Toda esta vegetación, imposible sin estas alianzas, soporta una gran diversidad. “En el bosque donde estuvimos dormía un jaguar y encontramos huellas de muchos otros animales”. 

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    Hongos micorrízicos — Amazonía colombiana Foto: cortesía Aída Vasco
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    Bosques de arenas blancas — Amazonía colombiana Foto: cortesía Aída Vasco