La Colección de Sonidos del Instituto von Humboldt tiene 24 mil “ejemplares acústicos” de 1.250 especies de toda Colombia. Aunque la gran mayoría son cantos de pájaros, también hay sonidos de peces, grillos, ranas, monos, mosquitos y murciélagos, entre otros. Restan extensas zonas del país para la exploración sonora como el litoral Pacífico, la Orinoquía y la Amazonía. Pero aún sin eso, ya hay mucho trabajo por hacer: una buena porción de los registros de la Colección permanece sin identificar.
“Los sonidos son fantasmas, pasan y no vuelven —me dijo Álvarez una tarde que lo visité en su apartamento, sobre una ruidosa calle del nororiente de la ciudad—. Por eso me pareció de gran valor conservarlos”. ¿Cómo cantaba el Podiceps andinus, un pato de ojos rojos y penacho colorido que habitaba en los humedales de la sabana de Bogotá? Nunca lo sabremos. Se presume extinto desde los años setenta. Si alguien hubiera guardado su sonido, al menos tendríamos ese “fósil acústico”, el último ejemplar de un canto ya inexistente en la Tierra.
Solo nos quedan recuerdos para los ojos: dibujos, fotos y un par de ejemplares disecados.
El estudio de sonidos en pájaros, uno de los campos de la bioacústica más desarrollados, ha probado ser útil en muchas dimensiones. Por ejemplo, identificar variaciones en los cantos (algo así como los acentos en la gente) permite determinar relaciones de parentesco o vecindad. También para establecer relaciones evolutivas o desenmascarar “especies crípticas”, aquellas que visualmente son parecidas o idénticas pero diferentes genéticamente.
La Colección, paradójicamente, se nutrió en parte de sonidos atesorados fuera del país. En 1997, Álvarez visitó la Universidad de Cornell, donde reposa uno de los archivos acústicos de naturaleza más importantes del mundo. “Yo me iba los fines de semana, cuando estaba eso solo, a buscar sonidos de pájaros colombianos para traerlos”, cuenta Álvarez. El archivo era una gran biblioteca refrigerada, con miles de cintas magnetofónicas en enormes carretes clasificados por especies. “Copié todas las que pude a unos casetes de grabadora y las traje al Humboldt”, recuerda.
En ese viaje, Álvarez descubrió algo más aparte de cantos de pájaros y otros animales: “No estaba solo; había gente brillante escuchando la naturaleza y me convencí de que debíamos hacer lo mismo en Colombia”.
Un día acompañé a Álvarez a un bosque en Boyacá, una región en la cordillera oriental de Los Andes, con la idea de entender cómo se espía en el gran universo sonoro de los animales. Antes del amanecer, aún a oscuras, nos internamos en un pequeño sendero fangoso y caminamos en silencio hasta un parche de árboles altos y riachuelos. Álvarez llevaba su equipo listo: una pesada grabadora digital de alta calidad y un micrófono largo y muy sensible rodeado por una parabólica transparente a la manera de una oreja gigante.
Poco a poco, las copas de algunos árboles empezaron a emerger contra el cielo púrpura del amanecer. Se veía poco y el bosque estaba en un silencio casi absoluto. Muy lejos se escuchaba el leve ronroneo del tráfico de una carretera y, a veces, nuestros propios pasos sobre la hojarasca.
Álvarez se detuvo un instante y pareció contemplar con los ojos cerrados algo que no podíamos ver. “Los cucaracheros”, dijo en voz baja. El bosque, de repente, despertó.
La víspera, Álvarez había descrito el amanecer en un bosque comparándolo con la antesala de un concierto para orquesta en el teatro. Primero, todos los músicos afinan al tiempo en una especie de cacofonía desordenada en la cual es difícil distinguir cada instrumento. “Luego todo se pasma por un instante y ahí cada uno empieza a hacer su asunto”: los pájaros empiezan a vocalizar de forma más ordenada en lo que pareciera un sofisticado sistema de conversación por turnos. Álvarez lo explicó como “la política del buen vecino; primero canta uno, después el otro”.
Mientras los animales seguían en “su despelote”, como él lo llama, se puso los audífonos e hizo un ligero paneo con su micrófono. En poco tiempo mencionó los nombres vulgares y científicos de una media docena de pájaros y otros “bichos” que reconoció por su sonido. “Mirla”, “Colibri cyanotus”, “dos Henicorhina o cucaracheros de montaña”, “otro Scytalopus o tapaculo (un bicho casi imposible de ver)”... “ese sí no sé quién es”... “eso es un carpintero”... “por allá se oye una rana, también un grillo”... “ahí hay un gavilán pollero”... “ahora oigo una mirla o tal vez es un toche, toca revisarlo”...
El registro de los sonidos de la naturaleza, según Álvarez, tiene un valor científico más allá de reconocer individuos. Cuando se graba en campo, los micrófonos registran mucha información importante. El cerebro humano enfoca los sentidos en aquello que necesita y atenúa lo demás. Por ejemplo, en una conversación en un restaurante ruidoso, nuestro cerebro nos permite enfocar la atención en la voz de nuestro interlocutor y “apagar” la interferencia de otras voces. Los micrófonos no lo hacen. Cuando Álvarez enfocó su escucha en el gavilán pollero, en ese pedazo de grabación quedaron registrados con nitidez muchos otros sonidos: el zumbido de insectos, el gorjeo del agua, el crujir de los troncos y las hojas mecidas por el viento, el motor de un camión en la lejana carretera, nuestras voces…
“Un ejemplar sonoro es como una foto vieja de los abuelos —me había dicho Álvarez en su casa—. Recién tomada, el interés se centra en los rostros pero, con el tiempo, se vuelve interesante todo lo demás: la vestimenta, el carro antiguo, la arquitectura, el paisaje de fondo. Lo mismo pasa con los registros sonoros; en muchos años, quienes revisen la colección descubrirán otras cosas interesantes”.
—¿Se imagina que uno pudiera recoger olores? —me pregunta y me deja perplejo.
Cuando Álvarez intenta enfocar su micrófono en el canto de algún ave parece entrar en una especie de trance. Se mantiene quieto. Tan solo gira el micrófono muy despacio, buscando el punto exacto donde el canto es puro, brillante y crispado “como si se rompiera —así lo describió— una papa frita en el oído”. Entonces abre bien los ojos, aunque con una mirada perdida, como de ciego. Por momentos llegué a preguntarme si aún respiraba; Álvarez estaba inmerso en lo que él me había descrito como “el arte de enfocar, pero con los oídos”.
Capturar sonidos es una forma peculiar de hacer silencio. Álvarez se mueve por el bosque despacio, con los pasos ligeros y pausados de un buen cazador. Para evitar cualquier ruido intruso, me pidió no llevar ropa de material sintético, evitar las cremalleras y, si llevaba agua, que la botella estuviera llena. Y nada de correr. Estos ruidos no solo pueden alejar a las aves y otros animales sino arruinar el registro de micrófonos hipersensibles. Todo lo que se mueve suena; el silencio es sobre todo el producto de la quietud.
Álvarez dice no tener un oído especialmente privilegiado. “Tengo solamente atención producto del esfuerzo”, me dijo cuando volvimos al refugio para tomar el desayuno. Sus habilidades en el campo parecen no solo desprenderse del entrenamiento sino estar en perfecta sintonía con su personalidad. Es un hombre retraído y callado, poco dado a hacerse notar. “Chévere ser discreto, en público y cuando se está en la selva, ¿o no?”, me había dicho.
Mientras caminábamos por el bosque entendí a qué se refería.