Especies y territorios

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    Un espía en la conversación del mundo

    Durante los últimos 25 años, un biólogo ha construído los más vastos paisajes sonoros de Colombia y ha oído a fondo su biodiversidad.

    Por Lorenzo Morales Regueros 

    A finales de 2022, un grupo internacional de científicos que estudian los sonidos de animales se reunieron en un discreto congreso en Villa de Leyva, un pueblo con arquitectura de estilo colonial a unos 160 kilómetros de Bogotá. Durante varios días, investigadores de América Latina, Inglaterra y Estados Unidos intercambiaron información sobre preguntas extrañas: de qué manera el sonido de los riachuelos altera el croar de las ranas, si la inflamación aguda influye en el canto de los canarios domésticos, cómo descifran los mosquitos el sonido emitido por sus víctimas, o por qué el líquido viscoso en el oído de los grillos interesa a empresas de zapatos como Nike y Adidas. 

    El primer Congreso Colombiano de Bioacústica, como todo encuentro de un campo incipiente, tenía algo de cofradía de magos y campamento scout. Para despedirse, por ejemplo, en una vieja capilla colonial, los asistentes hicieron un emotivo concierto reproduciendo al tiempo —desde sus celulares— grabaciones de sonidos de fauna. Premiaron a quienes lograron adivinar la forma de la onda de sonido de algunas especies. Pero el Congreso sirvió, sobre todo, para darle contorno a un campo que ha venido revolucionando la manera como entendemos la naturaleza. Gracias a nuevas tecnologías —micrófonos más sensibles, pequeños y económicos— y una curiosidad sin antecedentes por el universo sonoro, la ciencia está por fin recolectando e intentando descifrar la gran conversación —a veces inaudible para el oído humano— que establecen animales y plantas a diario en el planeta. 

    Antes de dar por terminado el encuentro, al altar de la capilla fue llamado Mauricio Álvarez Rebolledo, un hombre de ojos pequeños y gafas grandes que había pasado los cuatro días del Congreso sentado entre los jóvenes del público, escuchando las ponencias y tomando notas en su celular. Aunque sorprendido, Álvarez obedeció y pasó al frente ataviado en un saco con las mangas muy largas, jeans y zapatos de correr; parecía un estudiante desaliñado camino al tablero. El Congreso quería hacerle un homenaje. Le regalaron un saco de algodón estampado y le hicieron preguntas sobre su trabajo. Álvarez parecía nervioso con todos los ojos del público puestos sobre sí. “Yo no creo haber sido pionero de nada”, dijo escondiendo las manos entre las mangas, como si estuviera atrapado en una camisa de fuerza. “Solo hice algo que me gustaba. Los pioneros son ustedes”. La gente lo aplaudió, se tomó fotos con él, y algunos le dieron abrazos de gratitud. 

    Mauricio Álvarez Rebolledo no parece muy consciente de la admiración que despierta en otros. Muchos se refieren a él como el pionero de la investigación en bioacústica en Colombia y un promotor incansable de este campo en el país. Por esa admiración, una especie de ave descubierta en 2020 fue nombrada en su honor —Grallaria alvarenzi— y la Colección de Sonidos Ambientales del Instituto Alexander von Humboldt, la más grande de América Latina y una poco conocida joya de la ciencia nacional, fue bautizada con su nombre; una distinción poco frecuente para un científico vivo que no ha llegado a los 60 años. 

    Cuando todos empezaron a despedirse y se habló de cerrar el evento con una fiesta en alguna taberna del pueblo, Álvarez se excusó discretamente con uno de los organizadores: la mujer del aseo y los tintos del Instituto von Humboldt, sede del Congreso y centro de investigación donde Álvarez trabajó por 14 años, lo había invitado a su pequeña casa. Álvarez parecía sentirse más cómodo en ese homenaje silencioso y privado que yendo a pasar la noche en un ruidoso bar con otros colegas. 

    “Lo que yo soy se lo debo a él”, me aseguró Socorro Sierra, una de las mejores taxidermistas del país, una tarde al recorrer algunas de las colecciones en el Humboldt —pájaros disecados, peces en frascos, huevos en camas de algodón—. “Es una persona que comparte lo que sabe, sin pretensiones. Él no se queda con nada”. Sierra recordó cuando Álvarez, como jefe de colecciones del Instituto, recibió miles de animales disecados que se estaban pudriendo en costales tras la liquidación del Inderena, la primera agencia ambiental del país, creada en 1968. “El reto más grande era preservar esos ejemplares y después organizarlos —contó Sierra—. Lo que más me impresionó es que pese a ser ornitólogo, tenía en su mente la importancia de conservar ese gran archivo de otros campos”. 

    Sierra recordó sus expediciones con Álvarez cuando, a finales de los años 90, el Instituto Humboldt se propuso inventariar la riqueza natural de Colombia y para ello creó una especie de grupo de choque para recorrer el país, recolectando y documentando su abundante biodiversidad. Era, en cierto sentido, una carrera contra el desastre: la transformación del paisaje por la expansión de la frontera agrícola y la deforestación habían acelerado la pérdida de fauna en un país con la mayor diversidad de aves y mariposas del mundo, y la segunda de anfibios. Ambos viajaron varias veces a la serranía de Chiribiquete, entonces todavía una especie de reliquia natural, un ombligo para explorar el origen del mundo. “En campo, Mauricio es como un niño, maravillado y lleno de preguntas —recordó Sierra—. Pone todos sus sentidos en el lugar”. 

    Mauricio defendía la idea de recolectar muestras, para entonces no habituales, como tejidos de animales y animales completos en líquido. A la postre probaron ser muy valiosas con el desarrollo de estudios genéticos y de ADN. 

    —¿Usted se imagina esto para el futuro? —preguntaba Mauricio cuando se topaba con algo desconocido. 

    —Y ¿para qué? —le preguntaba Sierra. 

    Su respuesta era siempre la misma. 

    —Hum, ni idea…

    Álvarez parecía trabajar más desde la intuición primaria del asombro, despreocupado por justificar la utilidad inmediata de una muestra. En eso había quizás vestigios de infancia, cuando también recolectaba y clasificaba los coloridos empaques de comidas chatarra, monedas viejas de lugares remotos y fotografías que él mismo hacía. Andaba tan apegado a una cámara de película colgada en su cuello, registrando minucias, que le decían, con cariño, “El turista”. 

    Pero nadie intuyó, en esas señales tempranas de documentador y archivista, un talento oculto, una vocación valiosa. Dentro del sistema escolar esos intereses pasaban por distracciones ociosas. “No era buen estudiante —recuerda Álvarez de sus años de colegio—. Me tiré biología tres años seguidos”. Ahora, desde la orilla de profesor de ciencias, entiende mejor dónde estaba la falla. “Uno debe enseñar a ser curioso, eso es lo único —me dijo—. Al final, la biología no es de gente inteligente sino apasionada”. 


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    Aprender a escuchar para actuar. Oír a la naturaleza, al mundo, es palpar ecosistemas en riesgo, es descifrar las conversaciones de la vida, del origen de los recursos, de los ciclos, de las especies.
    Mauricio Álvarez Rebolledo — región de Villa de Leyva, Boyacá, cordillera Oriental Foto: Miguel Winograd

    Editor de contenido ‭[4]‬

    La Colección de Sonidos del Instituto von Humboldt tiene 24 mil “ejemplares acústicos” de 1.250 especies de toda Colombia. Aunque la gran mayoría son cantos de pájaros, también hay sonidos de peces, grillos, ranas, monos, mosquitos y murciélagos, entre otros. Restan extensas zonas del país para la exploración sonora como el litoral Pacífico, la Orinoquía y la Amazonía. Pero aún sin eso, ya hay mucho trabajo por hacer: una buena porción de los registros de la Colección permanece sin identificar.

     “Los sonidos son fantasmas, pasan y no vuelven —me dijo Álvarez una tarde que lo visité en su apartamento, sobre una ruidosa calle del nororiente de la ciudad—. Por eso me pareció de gran valor conservarlos”. ¿Cómo cantaba el Podiceps andinus, un pato de ojos rojos y penacho colorido que habitaba en los humedales de la sabana de Bogotá? Nunca lo sabremos. Se presume extinto desde los años setenta. Si alguien hubiera guardado su sonido, al menos tendríamos ese “fósil acústico”, el último ejemplar de un canto ya inexistente en la Tierra. 

    Solo nos quedan recuerdos para los ojos: dibujos, fotos y un par de ejemplares disecados. 

    El estudio de sonidos en pájaros, uno de los campos de la bioacústica más desarrollados, ha probado ser útil en muchas dimensiones. Por ejemplo, identificar variaciones en los cantos (algo así como los acentos en la gente) permite determinar relaciones de parentesco o vecindad. También para establecer relaciones evolutivas o desenmascarar “especies crípticas”, aquellas que visualmente son parecidas o idénticas pero diferentes genéticamente. 

    La Colección, paradójicamente, se nutrió en parte de sonidos atesorados fuera del país. En 1997, Álvarez visitó la Universidad de Cornell, donde reposa uno de los archivos acústicos de naturaleza más importantes del mundo. “Yo me iba los fines de semana, cuando estaba eso solo, a buscar sonidos de pájaros colombianos para traerlos”, cuenta Álvarez. El archivo era una gran biblioteca refrigerada, con miles de cintas magnetofónicas en enormes carretes clasificados por especies. “Copié todas las que pude a unos casetes de grabadora y las traje al Humboldt”, recuerda. 

    En ese viaje, Álvarez descubrió algo más aparte de cantos de pájaros y otros animales: “No estaba solo; había gente brillante escuchando la naturaleza y me convencí de que debíamos hacer lo mismo en Colombia”. 

    Un día acompañé a Álvarez a un bosque en Boyacá, una región en la cordillera oriental de Los Andes, con la idea de entender cómo se espía en el gran universo sonoro de los animales. Antes del amanecer, aún a oscuras, nos internamos en un pequeño sendero fangoso y caminamos en silencio hasta un parche de árboles altos y riachuelos. Álvarez llevaba su equipo listo: una pesada grabadora digital de alta calidad y un micrófono largo y muy sensible rodeado por una parabólica transparente a la manera de una oreja gigante. 

    Poco a poco, las copas de algunos árboles empezaron a emerger contra el cielo púrpura del amanecer. Se veía poco y el bosque estaba en un silencio casi absoluto. Muy lejos se escuchaba el leve ronroneo del tráfico de una carretera y, a veces, nuestros propios pasos sobre la hojarasca. 

    Álvarez se detuvo un instante y pareció contemplar con los ojos cerrados algo que no podíamos ver. “Los cucaracheros”, dijo en voz baja. El bosque, de repente, despertó. 

    La víspera, Álvarez había descrito el amanecer en un bosque comparándolo con la antesala de un concierto para orquesta en el teatro. Primero, todos los músicos afinan al tiempo en una especie de cacofonía desordenada en la cual es difícil distinguir cada instrumento. “Luego todo se pasma por un instante y ahí cada uno empieza a hacer su asunto”: los pájaros empiezan a vocalizar de forma más ordenada en lo que pareciera un sofisticado sistema de conversación por turnos. Álvarez lo explicó como “la política del buen vecino; primero canta uno, después el otro”. 

    Mientras los animales seguían en “su despelote”, como él lo llama, se puso los audífonos e hizo un ligero paneo con su micrófono. En poco tiempo mencionó los nombres vulgares y científicos de una media docena de pájaros y otros “bichos” que reconoció por su sonido. “Mirla”, “Colibri cyanotus”, “dos Henicorhina o cucaracheros de montaña”, “otro Scytalopus o tapaculo (un bicho casi imposible de ver)”... “ese sí no sé quién es”... “eso es un carpintero”... “por allá se oye una rana, también un grillo”... “ahí hay un gavilán pollero”... “ahora oigo una mirla o tal vez es un toche, toca revisarlo”... 

    El registro de los sonidos de la naturaleza, según Álvarez, tiene un valor científico más allá de reconocer individuos. Cuando se graba en campo, los micrófonos registran mucha información importante. El cerebro humano enfoca los sentidos en aquello que necesita y atenúa lo demás. Por ejemplo, en una conversación en un restaurante ruidoso, nuestro cerebro nos permite enfocar la atención en la voz de nuestro interlocutor y “apagar” la interferencia de otras voces. Los micrófonos no lo hacen. Cuando Álvarez enfocó su escucha en el gavilán pollero, en ese pedazo de grabación quedaron registrados con nitidez muchos otros sonidos: el zumbido de insectos, el gorjeo del agua, el crujir de los troncos y las hojas mecidas por el viento, el motor de un camión en la lejana carretera, nuestras voces… 

    “Un ejemplar sonoro es como una foto vieja de los abuelos —me había dicho Álvarez en su casa—. Recién tomada, el interés se centra en los rostros pero, con el tiempo, se vuelve interesante todo lo demás: la vestimenta, el carro antiguo, la arquitectura, el paisaje de fondo. Lo mismo pasa con los registros sonoros; en muchos años, quienes revisen la colección descubrirán otras cosas interesantes”. 

    —¿Se imagina que uno pudiera recoger olores? —me pregunta y me deja perplejo. 

    Cuando Álvarez intenta enfocar su micrófono en el canto de algún ave parece entrar en una especie de trance. Se mantiene quieto. Tan solo gira el micrófono muy despacio, buscando el punto exacto donde el canto es puro, brillante y crispado “como si se rompiera —así lo describió— una papa frita en el oído”. Entonces abre bien los ojos, aunque con una mirada perdida, como de ciego. Por momentos llegué a preguntarme si aún respiraba; Álvarez estaba inmerso en lo que él me había descrito como “el arte de enfocar, pero con los oídos”. 

    Capturar sonidos es una forma peculiar de hacer silencio. Álvarez se mueve por el bosque despacio, con los pasos ligeros y pausados de un buen cazador. Para evitar cualquier ruido intruso, me pidió no llevar ropa de material sintético, evitar las cremalleras y, si llevaba agua, que la botella estuviera llena. Y nada de correr. Estos ruidos no solo pueden alejar a las aves y otros animales sino arruinar el registro de micrófonos hipersensibles. Todo lo que se mueve suena; el silencio es sobre todo el producto de la quietud. 

    Álvarez dice no tener un oído especialmente privilegiado. “Tengo solamente atención producto del esfuerzo”, me dijo cuando volvimos al refugio para tomar el desayuno. Sus habilidades en el campo parecen no solo desprenderse del entrenamiento sino estar en perfecta sintonía con su personalidad. Es un hombre retraído y callado, poco dado a hacerse notar. “Chévere ser discreto, en público y cuando se está en la selva, ¿o no?”, me había dicho. 

    Mientras caminábamos por el bosque entendí a qué se refería.​


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    Mauricio oye desde el asombro. Indaga. Enfoca con los oídos. La colección de sonidos ambientales del Instituto Humboldt, la más grande de América Latina, una joya de la ciencia, lleva su nombre.
    Región de Villa de Leyva, Boyacá, cordillera Oriental Foto: Miguel Winograd
    Los pájaros habitan de muchas formas la vida de Álvarez. En la puerta de su apartamento tenía una aldaba en forma de ave; el timbre de su celular suena como un canario. Ha pasado tantos años escuchándolos (y mirándolos) que quizás por eso su hija le ha advertido sobre su parecido con el pajarito que lleva su nombre. “Eres igual, papá: patiseco y barrigón”, le dijo una vez. 

    Álvarez empezó a interesarse por el sonido de la naturaleza durante sus primeros trabajos en el río Duda, en la primera mitad de los años 90. Ese interés lo fue alimentando con ayuda de José Agustín López, un indígena de apodo ‘Curupira’, y quien hizo parte de una de sus expediciones a la serranía de Chiribiquete. “Él me enseñó cómo percibir el mundo de la selva. Había crecido —me di cuenta en ese momento— en un mundo casi bidimensional donde yo solo percibía lo que estaba a la altura de mis ojos. ‘Curupira’ me hizo mirar para arriba y oír en las tres dimensiones”. A su vez, ‘Curupira’, un hábil cazador, fue entrenado por Álvarez en los métodos de captura de sonidos y, luego, de identificación científica. “Tenía una capacidad impresionante para ubicar ‘bichos’ en la selva”, recuerda Álvarez. 

    Gracias a los trabajos en bioacústica hoy sabemos que especies mudas en apariencia, como las tortugas amazónicas, emiten más de 200 sonidos y se comunican, incluso, antes de romper el huevo; que las polillas emiten ruidos para distorsionar el radar acústico de sus predadores; y que los murciélagos cuchichean a sus crías como los humanos a sus bebés y así aprenden a vocalizar en dialectos de familia. Aún hay muchas incógnitas —a pesar de haber sido estudiados por décadas— sobre la comunicación de elefantes, ballenas y otros mamíferos: además de sus vocalizaciones audibles, se expresan en otras frecuencias. 

    La capacidad de escuchar desde lo profundo del océano hasta la cima de las copas de los árboles y captar sonidos fuera del espectro del oído humano ha abierto compuertas inesperadas: algunas plantas liberan más néctar en sus flores a medida que se aproxima el zumbido de las abejas (y, entonces… ¿las plantas oyen?), el tabaco o el tomate producen sonidos si se quedan sin agua y crecen más rápido cuando son expuestos a ciertas frecuencias… 

    Saber sobre los sonidos y los sofisticados sistemas de comunicación de algunas especies, que incluso aprenden, lleva a preguntas inquietantes: ¿tienen las plantas algo semejante a un lenguaje?, ¿tienen los animales una cultura?, ¿hay comunicación entre diferentes especies o incluso entre el reino animal y el vegetal? Nuestras nuevas formas de escuchar el universo sonoro podrían incluso revaluar esas distinciones con las que hemos organizado y separado el mundo desde los trabajos de taxonomía de Linneo, en el siglo XVIII. 

    “La bioacústica puede ser el hilo que entrelaza toda la complejidad de las interacciones entre especies”, dijo durante el Congreso en Villa de Leyva la doctora Ximena Bernal, investigadora de la Universidad de Purdue y del Instituto Smithsoniano de Investigaciones Tropicales. Bernal trabaja descifrando las señales entre ranas y mosquitos. 

    El análisis de los sonidos de la naturaleza ha ganado terreno no solo como herramienta de investigación, sino como un inigualable sensor para la urgente tarea de proteger ecosistemas amenazados. Hoy se usan micrófonos trampa del tamaño de una caja de cigarrillos instalados en lo profundo del bosque por meses y programados para registrar los sonidos de forma automática. Eso sirve para monitorear la presencia de ciertas especies y comparar en el tiempo los cambios de la biodiversidad. Pero también se está aprovechando para detectar el sonido de motosierras, carros y disparos, lo cual puede generar alertas de deforestación y caza ilegal más rápidas —casi instantáneas— si se comparan con el registro tardío del monitoreo satelital, donde el registro ocurre cuando ya es tarde para actuar. La imagen espacial tampoco ofrece información sobre el interior del bosque. “La bioacústica es un elemento clave para detectar nuevas especies, pero también para entender mejor cómo los humanos estamos alterando la vida en el planeta”, explicó la doctora Bernal durante el Congreso. 



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    Se trata de lo que podemos oír y de lo que estamos por escuchar. Murciélagos cuchichean, tortugas vocean, plantas y sus flores perciben el zumbido de abejas y otras crecen a ciertas frecuencias…
    Pasos y oídos al bosque — región de Villa de Leyva, Boyacá, cordillera Oriental Foto: Miguel Winograd
    El reconocimiento para Álvarez en Villa de Leyva fue una forma de desagravio. Durante diez años estuvo hibernando tras una salida traumática del Instituto Humboldt. “Me dijeron, textualmente: ‘No podemos tener aquí a alguien grabando pajaritos’. Fue una tristeza inmensa —recuerda—. Me di cuenta de que no había conciencia de la importancia de nuestra labor”. Con una sensación de derrota, guardó sus grabadoras y micrófonos en la casa de campo de sus padres y se dedicó a enseñar ciencias básicas en un colegio.

     “Cada vez creo más que la mejor forma de incidir es mediante la educación, y sobre todo la educación pública —enfatizó Álvarez—. El gran divorcio de la ciudadanía urbana con el mundo natural es producto de la falta de una experiencia directa con la naturaleza. A la biodiversidad del planeta hay que acercarse desde la vivencia, ese no es un aprendizaje teórico y es la razón por la cual algunos políticos y empresarios no entienden nada”. 

    Hace poco, tras casi una década de exclusión investigativa, Álvarez volvió a colgarse sus binóculos y desempolvó la grabadora y los micrófonos. Su trabajo de tantos años, dedicado y silencioso, ha resurgido con un nuevo lustre. Gracias a ello, ha vuelto a recorrer el país con su grabadora, a enseñar en talleres de formación para científicos jóvenes y a promover, en general, la curiosidad por el universo acústico. “Estoy de vuelta a las canchas —contó—. Esta vez, espero, de titular”.​​
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    El precioso arte de enfocar con los oídos

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    Cada vez que hablamos sobre estas historias, las de Colombia nos inspira, cada vez que alguien escucha o rueda un video o agarra el libro, siempre genera un poderoso asombro el relato de los paisajes sonoros que construye, desde hace 25 años, el biólogo Mauricio Álvarez Rebolledo en ecosistemas tan disímiles de Colombia como Chiribiquete o Villa de Leyva. Una madrugada lo acompañamos al bosque y comprobamos a qué se refiere cuando habla de enfocar con los oídos, comprendimos, al menos por un instante, el significado de escuchar al mundo y la relevancia inmensa que podría tener en términos de conservación. Supimos cómo este hombre de ciencia ha hecho de la curiosidad y de la pasión un camino de estudio y de vida.