Especies y territorios

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    Cómo una mujer se convirtió en ‘la madre’ de un mico inédito, el tití del Caquetá

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    En la convergencia entre Cauc​​​a, Caquetá y Putumayo, una saga de investigadores, colonos y aventureros amplía el legado de una primatóloga colombiana.

    ​Por Sinar Alvarado 

    Este primate barbudo, entre los más amenazados del mundo, podría confundirse con otros. Dos especies cercanas habitan las selvas vecinas en Caquetá y comparten algunas características: el dorso café, el vientre rojizo, la cola blanquecina o plateada. Pero el Plecturocebus caquetensis, protagonista de esta historia, omite un rasgo que lo distingue: sobre su frente unicolor no lleva la banda blanca que identifica a los otros. Este detalle alertó a varias generaciones de investigadores que han estudiado primates en el sur de Colombia desde los años setenta, y su razonamiento científico fue simple: si luce diferente, su genética es otra. 

    El caquetensis, un tití elusivo difícil de ver en su hábitat, vive entre los ríos Fragua, Orteguaza y Caquetá, en el suroccidente de la Amazonía colombiana, una zona de clima húmedo tropical considerada de gran valor biológico y prioritaria para la conservación de muchas especies. Este lugar, con el 19 por ciento de la deforestación nacional, es el más fragmentado de la selva colombiana; y al mismo tiempo padece los efectos del narcotráfico y los combates entre grupos ilegales. Cuando desaparecen miles de árboles, diversas criaturas quedan incomunicadas en islas frondosas: entre los retazos de selva inconexa, crecen insalvables los potreros para la ganadería y los cultivos de coca. 

    El primate vive en las copas de los árboles, entre los seis y los diez metros de altura, y pocas veces baja hasta el suelo. Así se protege de los depredadores, y además evita las inundaciones frecuentes. Existen imágenes raras, tomadas por investigadores en el terreno, que muestran a algún ejemplar haciendo equilibrio sobre un alambre de púas, mientras cruza la cerca de una finca yerma para alcanzar el siguiente parche de selva. 

    Cuando no huye de los cazadores y los traficantes de fauna silvestre, el caquetensis descansa: a eso dedica 39 por ciento de su tiempo, según observaron sus descubridores. En alimentarse invierte otro 35 por ciento; y el resto del día se le va en acicalarse, interactuar con otros micos, moverse entre las ramas y cantar para definir su territorio. Hablamos de una criatura territorial, sociable y carismática, que vive en familia, cría a sus hijos hasta los cuatro o cinco años, vive hasta los veinte y en términos evolutivos se parece mucho al homo sapiens, su pariente más dañino. Estos rasgos atrajeron a la profesora Martha Bueno, una bióloga y genetista que entre los años 2008 y 2009, junto a otros colegas, lideró el hallazgo de esta nueva especie. ​


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    Un mono distinto a todos los vistos en Suramérica ha subsistido ante las violencias, el narcotráfico, la deforestación, los potreros, la minería… Un tesoro de vida en tiempos adversos.​

    El mico bonito, cotudo, tití del Cauca y Caquetá o Plecturocebus caquetensis Foto: cortesía Asociación Salvemos Selva

    Javier García, un biólogo de 37 años, es docente en la Universidad de la Amazonía, en Florencia, Caquetá, donde investiga mamíferos. Vía telefónica menciona un primer dato relevante: solo existen en Colombia dos primates endémicos: el caquetensis y el cheracebus medemi, o tití de manos negras. Javier conoció a Martha Bueno en 2007, cuando fue su profesora de genética en la Universidad Nacional. Tres años más tarde la acompañó junto a Thomas Defler, un primatólogo estadounidense, y otros investigadores en el proyecto que caracterizó al mico inédito. 

    —Trabajamos con la especie en un curso llamado Primatología del nuevo mundo. Ahí empecé a involucrarme. Martha fue invitada para dictar cátedra sobre cromosomas, que ayudan a definir barreras reproductivas entre individuos y poblaciones diferentes. 

    Existen especies similares, vecinas en términos genéticos, que no pueden reproducirse debido a diferencias insalvables a nivel celular. Otras barreras, de origen artificial, son producidas por el hombre: la tala de bosque aisla poblaciones enteras durante siglos. Poco a poco esos grupos se adaptan al entorno, generan variaciones genéticas y se alejan del tronco común hasta convertirse en una especie distinta. 

    La tarea de Javier García era viajar a Valparaíso, Caquetá, una zona que conoce bien, para buscar una especie desconocida que había sido observada por el biólogo y ornitólogo australiano Martin Moynihan en los años setentas. Desventaja: el conflicto armado allí limitó el acceso de los investigadores y produjo un vacío de conocimiento que duró más de treinta años. Ventaja: en esos tiempos violentos, los bosques estuvieron más protegidos, y esto benefició al caquetensis y a otras especies. La deforestación era menor porque los grupos armados necesitaban la selva como escondite, y además repelían la llegada de los principales deforestadores: la ganadería y la minería. 

    El grupo donde participaron Javier García y Martha Bueno tuvo suerte: su periodo de estudio coincidió con la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia, el grupo paramilitar que asolaba ese territorio. Las tropas por fin se habían retirado, pero persistía la zozobra. Los científicos tuvieron que ganarse la confianza de los pobladores en su búsqueda del primate. 

    —Moynihan había dicho que era una especie distinta a todas las conocidas en Suramérica, y dejó anotaciones con las características externas del animal —recuerda Javier. 

    Apoyados por recursos de la empresa Pacific Rubiales, que debía impulsar investigaciones en Caquetá, los biólogos realizaron ejercicios de campo más minuciosos. Algunos campesinos les donaron animales que tenían en cautiverio, y también consiguieron ejemplares que habían sido decomisados a los traficantes de fauna. A varios micos les extrajeron muestras de sangre que transportaron en cavas refrigeradas hasta Bogotá, al Instituto de Genética de la Universidad Nacional, donde Martha Bueno hizo cultivos celulares (los glóbulos blancos se estimulan con un químico durante varios ciclos de 48 horas o más) que le permitieron comparar los cromosomas del caquetensis con otros ya conocidos.

    —Ahí la profesora, que es experta en el estudio del cariotipo genético, desarrolló su investigación sobre la especie —continúa Javier—. Hicimos un equipo para describirla a través de datos ecológicos, distribución, morfología y taxonomía. 

    Nueve investigadores frecuentaron la zona ubicada al sur de Florencia durante dos años y estimaron una población que no alcanza los 500 ejemplares del mico, fragmentados en grupos muy distantes entre sí. Con esa información produjeron un documento que describe a la especie y formula recomendaciones para su conservación. Al final hubo un proceso de organización de resultados y la escritura de un documento científico. En 2010 el caquetensis debutó ante la comunidad científica internacional en la revista Primate Conservation. 

    ​​Javier recuerda a Martha Bueno, su mentora, como una persona enérgica, siempre activa y muy exigente, pero con capacidad y disposición para enseñar y compartir su experiencia. 

    —Su conocimiento genético la ayudaba a argumentar muy bien, con una data histórica que le permitía conocer los arreglos cromosómicos de esas especies. Ella fue siempre muy presta al diálogo científico; sus clases eran amenas y se hacía entender. Los temas complejos, por su capacidad pedagógica, los daba a conocer y compartía un conocimiento muy amplio. Más allá de las aulas y los laboratorios, Javier la describe como una mujer independiente, una feminista adelantada, muy segura y con posiciciones firmes. Una mujer decidida y con carácter, pero nunca ruda. 

    —Muchos ahora estamos formando a estudiantes a partir del conocimiento que ella nos entregó. ​

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    ​En un lugar de lluvia larguísima, en la labor de Jorge, en el legado científico de Martha, en las investigaciones de Javier, en los territorios del caquetensis está el rastro de la conservación.​​​​

    Martha Bueno — Cajicá, sabana de Bogotá Foto: Esteban Vega La Rotta
    Martha Bueno, una de ocho hermanos, es hija de un ginecólogo “de la vieja escuela, de los que miraban a su paciente a los ojos”, y de una de las primeras químicas de Colombia. Creció en el Tolima, en una casa grande con un jardín lleno de árboles frutales y algunos bichos que a ella le gustaba ver de cerca. A ese ambiente familiar marcado por la ciencia se sumó otro influjo: 

    —Mi primo Santiago Díaz, mayor que yo unos 13 años —recuerda la profesora, sentada en la terraza de su finca en Cajicá, al norte de Bogotá—. Era un personaje muy particular, una máquina para trabajar, con la cabeza más lúcida. A él le debo este interés. Santiago fue mi primer profesor de biología en la Universidad Nacional; pero él era botánico, y aunque a mí me gustan las plantas, me parecía más divertido trabajar con animales. 

    Martha Bueno giró hacia la biología al final del bachillerato, cuando ya admiraba mucho a su primo, uno de los botánicos más reconocidos del país. Eligió esa carrera y se interesó por los caracoles marinos. A ellos pretendió dedicar su tesis, pero tenía que irse sola a Santa Marta y su padre no la dejó. De ahí en adelante, en diversos proyectos, estudió zancudos, ardillas, lagartos, serpientes, ratones, osos de anteojos y micos.  

    En muchos de estos casos, siempre práctica, la investigadora se interesaba por las especies según sus roles como hospederas o transmisoras de enfermedades. Su propósito era estudiar los círculos y la ecología: la implicación práctica de los vínculos biológicos y su impacto en los humanos. Otra variable era el dinero: su interés dependía de que hubiera apoyo para trabajar. 

    —Uno tiene que buscar temas económicamente viables. El caquetensis lo pudimos estudiar por el financiamiento que Pacific Rubiales debía hacer en su área de influencia, en Caquetá. Y allá lo que había era micos. 

    La profesora había estudiado a un primo de esta especie, el callicebus o tití de manos blancas, en La Macarena, Meta. Y en 2007, junto a su colega Thomas Defler, también había caracterizado al aotus jorgehernandezi, un mono nocturno que difiere de otros porque posee 50 cromosomas. Lo bautizaron así en honor de Jorge Hernández Camacho, científico y creador del Sistema Nacional de Áreas Protegidas de Colombia. 

    Martha Bueno y sus colegas sabían que en el sur del país había otro primate diverso, y valía la pena ir a buscarlo. Mucho antes del hallazgo que describió el pionero Moynihan, casi desde los tiempos de La Colonia, dice Bueno, se creía que había en esa selva un mico distinto. Identificarlo era urgente, porque hoy en el mundo casi todas las especies de primates están amenazadas. 

    —Nuestro objetivo era determinar el estado de conservación, saber en qué condiciones estaba la especie y ver qué era lo que se iba a perder. Es cierto que pudimos estimar la población, pero son censos muy relativos porque uno no tiene la capacidad de caminar toda esa zona. Hoy las poblaciones son apenas de cientos. Solo los primates pequeños, como los saimiris o monos ardilla, existen aún por miles. Uno los ve en manadas de cien o doscientos individuos.

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    Proteger una especie mantiene equilibrios naturales. Y hacerlo requiere equilibrios humanos: de empresa privada, instituciones, Estado, comunidades, cada quien desde su labor.
    Jorge Castro (arriba, derecha) y su familia en su finca. Con él, arriba, Daniel y Kataleya; abajo, Sandra Patiño y Yurany — Piamonte, Cauca Foto: Clara Moreno Chalá — Semana

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    ​​​Aquí, en la Bota Caucana, una cuña que se incrusta como la punta de un zapato entre Putumayo y Caquetá, un grupo de entusiastas protege más de cuatrocientas hectáreas de un bosque donde conviven roedores, aves, felinos, ranas, serpientes y muchas otras especies. También primates. ​

    En esta zona de vías tortuosas donde llueve durante días, los integrantes de la asociación Salvemos Selva, un grupo de jóvenes eruditos, gastan jornadas entre fincas vecinas. A distintas horas, dependiendo de las especies que busquen, porque cada una tiene sus rutinas, ellos corren de un lado a otro excitados, mientras pronuncian decenas de nombres en latín cada vez que detectan algún ejemplar entre la selva tupida. Hay chicos y chicas; biólogos universitarios y empíricos que usan herramientas para potenciar su vista entrenada: láseres y linternas de largo alcance para ubicar animales entre el follaje, binoculares para observarlos mejor, cámaras para fotografiarlos y aplicaciones donde confirman el color de un pájaro o su canto distintivo. 

    En esta tierra asolada por la violencia, Jorge Castro, un campesino de 46 años venido del Tolima, sobrevivió a los combates entre las guerrillas, los paramilitares y el Ejército; compró 98 hectáreas de tierra y en un pedacito sembró coca, como casi todos por aquí, para vivir de ese único cultivo factible junto a su mujer y sus tres hijos. 

    La finca de Jorge está ubicada en la vereda San Isidro, municipio de Piamonte, Cauca, junto a la Serranía de Los Churumbelos. Aquí la tierra es ondulada: lomas sucesivas sobre una quebrada donde discurre el agua entre rocas pulidas, junto a una montaña tapizada de árboles centenarios. La casa está en el tope de una colina con vista privilegiada: kilómetros de llanura se extienden a sus pies. Jorge construyó la vivienda con los troncos que tumbó en ese pedazo de parcela, y está convirtiendo las tablas sobrantes en bancos donde los viajeros pueden sentarse a observar las innumerables especies que lo visitan cada día. 

    —Yo he ayudado a proteger el parque y toda esta tierra de los cazadores. Por aquí cazan mucho el churuco, un mico grande, pa comérselo. 

    La finca está ubicada a 500 metros sobre el nivel del mar. Y hasta ahora, que se sepa, Jorge es la primera persona que registró al caquetensis a esa altura, por encima de los 300 o 400 metros habituales. Todavía se emociona cuando recrea esa otra forma de cacería benigna. 

    —Cierto día, 5:30 de la mañana, el mico cantó. Yo me levanté y dije: “Este canto no lo he escuchado, esto es nuevo para mí”. A los dos días volvió y cantó. Mi esposa lo grabó y con ese soporte me dijeron que podía ser el caquetensis. Pero faltaba el registro, una foto, un video. Él duró como un mes por aquí, y un día volvió a cantar. Entonces, a la mañana siguiente, me levanté a esperarlo. Me senté un rato por allá debajo de un árbol. Empezó a aclarar, llegaron los tucanes, llegaron guacharacas. Y nada. Tipo siete de la mañana vi que algo se movió. Con los binoculares, en un árbol grande, por fin lo vi. ¡Ese es el mico! Ahí volvió y cantó; y logré grabar un video, y tomé varias fotos. Confirmado: es un caquetensis. Y yo ahí camuflado, quieto, contentísimo. 

    Jorge fue un aserrador voraz, pero en años recientes vivió una conversión: 

    —Antes talaba y mataba todo lo que encontraba. Ahora que soy consciente no vuelvo a tumbar ni un palito más. He aprendido la importancia de proteger estos montes y conocer las especies nativas. Me he puesto a leer. Esto se lo debo a los muchachos que nos han dado capacitaciones —admite con gratitud. 

    Jorge y su familia, reclutados por el grupo Salvemos Selva, lideran un programa de protección ambiental donde participan otros 16 dueños de fincas en los alrededores de Piamonte. Todos reciben asesorías y algo de dinero a cambio de un compromiso: conservar sus tierras y promover en ellas un turismo ambiental. A esta finca, llamada “Kataleya”, variación del nombre de una orquídea, han venido turistas de distintos puntos de Colombia y de otros países. Jorge sueña con el día en que pueda vivir exclusivamente de su pequeña empresa ecológica. 

    Johana Villota y sus colegas lo acompañan. Ella, una bióloga de 28 años, considera que Jorge es un ejemplo para otros fincarios en esta zona. Si a él le va bien, puede que a los demás también.  

    La vocación de Johana empezó estimulada por la geografía: vivió en Valparaíso, Caquetá, donde el caquetensis fue registrado por primera vez. Allá, como voluntaria de la Sociedad Colombiana de Primatología, se sumó al estudio de varios primates. Johana hizo su tesis sobre densidades poblacionales del caquetensis y fue alumna de Javier García; así como Javier fue alumno de Martha Bueno; así como Martha hizo su descubrimiento a partir de las observaciones de Martin Moynihan. La producción de conocimiento suele funcionar como una carrera de relevos.  

    Johana se sumó a esta cadena por varias razones: el mico está en peligro crítico de extinción, es una especie endémica de Colombia y hay muy pocas personas trabajando con esta especie.  

    —Me interesé por los vacíos de investigación. La especie solo había sido descrita, sin cálculos poblacionales precisos —explica. 

    El caquetensis, advierte Johana, está ubicado en un área de bosque en fragmentación que puede desaparecer si no se protege. Hay ganadería extensiva y cultivos de uso ilícito, las principales amenazas. Desde marzo de 2021 ella y varios colegas impulsan un proyecto dirigido a conservar la especie apoyado por National Geographic Society, Mohamed Bin Zayed, la Sociedad Americana de Primatología, Conservación Internacional y el Programa NaturAmazonas. Juntos han realizado sesiones de educación ambiental en varias veredas de Piamonte y han firmado acuerdos de conservación en 17 fincas de la zona que suman 414 hectáreas de bosque. 

    —El plan es darles alternativas de ingreso a los fincarios, entradas distintas y sostenibles para conservar la zona —explica Johana—. Para que abandonen los cultivos de uso ilícito y la tala. Otra estrategia es el turismo de naturaleza: queremos consolidar a Piamonte como un lugar turístico, con incentivos económicos para mejorar la infraestructura y recibir turistas. ​

    Descubrir un primate no es fácil. Mucho menos si se trata de uno endémico, único de esta región de Colombia. Cuando lograron identificar al mico inédito, Javier García, Martha Bueno, Thomas Defler y el resto del equipo discutieron el nombre que debía llevar la nueva especie. Martha, recuerda su alumno, respetó mucho su argumento de que debía llamarse caquetensis. 

    —Tengo un arraigo muy fuerte en la Amazonía —confiesa Javier—. El descubrimiento de estas especies debe incentivar la apropiación del patrimonio natural que tenemos en esta región. Es importante que las comunidades asimilen a estas especies y las hagan parte de su entorno. Aquí el caquetensis se volvió una insignia de protección contra empresas que explotan petróleo.  

    Javier y Johana, herederos de Martha Bueno y de una larga tradición científica, consideran necesario seguir transmitiendo conocimiento, formar a nuevos estudiantes, desarrollar la escuela y la curiosidad por los primates y su conservación. En eso están trabajando. 

    La relevancia de proteger una especie, coinciden todos, es mantener los equilibrios naturales. Vivimos en un sistema complejo y sofisticado, desarrollado durante miles y miles de años, donde cada actor es importante. Si sacamos a uno, todo se desequilibra. Los micos, explica Martha sentada en su oasis verde en las afueras de Bogotá, tienen funciones específicas en esa cadena: transportan semillas, fertilizan con sus heces y ayudan al árbol para que produzca frutos; frutos que ellos mismos consumen. Los animales compiten, observa la profesora, pero con frecuencia colaboran porque entienden que la supervivencia del grupo depende de cada individuo.  

    —Los micos saben qué hacer y no conspiran contra sí mismos, como los humanos. Nosotros somos una especie rara, casi suicida. A mí me preocupa mucho el futuro. La ética actual del éxito a todo costo no me llama la atención. Por eso no quise tener hijos, y no me arrepiento. 

    Pero sí tuvo otra descendencia: sus estudiantes, que hoy están regados por el mundo y cada uno aporta con sus investigaciones en genética, enfermedades, especies animales y vegetales. 

    —Sí, mis estudiantes me reconocen como una mamá.  

    La mamá del mico, y la de otros que lo estudian para protegerlo. Martha Bueno se retiró en 2014 y desde entonces cumple rutinas simples: despierta antes del amanecer, toma café, hace ejercicio y toma clases de francés. Después desayuna y “jardinea”: atiende los árboles frutales que crecen en su amplio jardín. Casi los mismos que marcaron su infancia en el Tolima. La profesora va poco a la ciudad porque la aburre y la aturde. Prefiere el silencio y la quietud de su finca, que poco a poco, como el caquetensis, también se ve acechada por el apetito de los urbanizadores. 

    Para salvar al mico amenazado, Martha Bueno y sus colegas formularon varias recomendaciones urgentes: crear más y más áreas protegidas, estimular la restauración ecológica y conservar tierras privadas donde habita el mico, como la finca de Jorge Castro. 

    Pero estas son tareas para las nuevas generaciones. Ella siente que ya hizo lo que le tocaba, y ahora prefiere ver las cosas desde la barrera. Su último trabajo de campo lo realizó con una sobrina en el Magdalena Medio, donde invirtió varias semanas para ver a otro mico, el sabuirus oedipus, que estaba también muy amenazado en el antiguo bosque de Mariquita, Tolima. 

    —Esa vez fuimos afortunadas. Vimos tres animales después de mucho trabajar durante un mes. Es muy difícil verlos; hay que estar horas y días callado, mirando rastros, frutos masticados. Hasta que uno encuentra las huellas y dice: “Por aquí pasaron los micos”.  ​​



    Donde se cruzan tres departamentos, donde se unen voluntades ​

    Entre los ríos Fragua, Orteguaza y Caquetá, en el suroccidente de la Amazonía colombiana, donde convergen las fronteras de Putumayo, Cauca y Caquetá, el mono de barbas rojas al que llaman mico bonito, tití del Caquetá o Plectorucebus caquetensis anduvo oculto para la ciencia durante años por cuenta del conflicto armado. Hoy, en peligro crítico de extinción, reúne voluntades de investigadores, ambientalistas, campesinos con ansias de consolidar reservas naturales… Entre caminos fangosos de lluvias extensas e intensas encontramos la saga de una historia que, en buena parte, abrió la primatóloga Martha Bueno y ​hoy —en una largo camino de relevos como ocurre con la ciencia— sus discípulos amplían el legado.