Especies y territorios

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    El páramo donde los niños crecen y sueñan con proteger al cóndor de Los Andes

    La difícil pero alentadora tarea de preservar una especie casi extinta y de la que, en realidad, poco sabemos

    Por Martha Cecilia Uribe 

    Camilo Cáceres ha visto, a sus 5 años de edad, más cóndores andinos que cualquier adulto latinoamericano promedio. “Ellos dan vueltas y vueltas para buscar presas. Si ven una carne quietica, bajan y ¡pum!... se la llevan”, le cuenta el niño a María Alejandra Parrado y a Fausto Sáenz, dos biólogos con más de una década de investigación, en Colombia, sobre la emblemática especie suramericana. En su travesía por el nororiente del país, en enero de 2023, ambos llegaron hasta La Leona, finca habitada por la familia Cáceres Sierra. Es el páramo llamado del Almorzadero, en Santander, y los científicos cargan emociones y datos enlazados con el pasado y con el futuro de este lugar de la cordillera. 

    Entre sus misiones está instalar una cámara trampa. Esta práctica, desde hace unos años, les ha permitido conocer más sobre los riesgos para el cóndor andino en áreas específicas y sobre sus interacciones en busca de alimento con especies como gualas, chulos, pumas, zorros o tigrillos. 

    ‘Maleja’ y Fausto ya habían disipado sus dudas cuando el niño se refirió, con precisión, a la bufanda blanca y a las plumas del mismo color visibles en sus alas. Camilo hablaba de cóndores —con esas marcas únicas y características— y no de otros buitres. 

    Los Cáceres Sierra dan fe. Los ven con regularidad en las alturas de estas montañas, donde una estrecha carretera sin asfaltar separa su casa del bosque andino. Ciro Rubiano y Maribel Fernández, sus vecinos en la vereda El Anca, en el municipio de San Andrés, también han visto —aseguran— varios de los 63 ejemplares de los que se tiene registro (2020) en Colombia. 

    Maribel los ha tenido sobre el techo de su casa, un privilegio singular, coincidente con cabras preñadas o recién paridas. Resguardar a la cría y a la madre dentro de la propiedad les ha dado resultado y no han tenido contratiempos con el cóndor. Lejos de sentirse amenazada, esta pareja de campesinos percibe como un orgullo su cercanía con el ‘rey de los Andes’. “Ese no es el sentir” de todos, entre las veinte familias de la vereda, advierte Martha Castellanos, propietaria de la Leona, tierra heredada de su padre y por la cual atraviesa, desde niña y con frecuencia, el páramo del Almorzadero —reside en el municipio de Málaga—. 

    El cóndor andino es, en esencia, un ave carroñera. Se alimenta de cadáveres en descomposición, pero puede acechar a un animal viejo, enfermo o, en general, vulnerable. Por eso, algunos campesinos de los Andes lo consideran un peligro para sus economías. Los reportes de disparos o envenenamientos se repiten en toda América del Sur y eso incluye el Almorzadero. 

    La pareja de biólogos monitorea esta zona de la cordillera Oriental de los Andes colombianos desde 2014. Rastreadores satelitales —lograron ponérselos a dos ejemplares en 2019— les permiten, además, identificar algunas áreas frecuentes para dormir. En visitas anteriores a esta de 2023, los investigadores ya habían adelantado ejercicios de educación ambiental con la comunidad y sabían que los cóndores se posaban en estos riscos. 

    Desde el patio de La Leona han corroborado cómo descansan, se refugian y pasan la noche en los alrededores. Camilo constata, emocionado, sus descripciones a través de los binoculares de Alejandra. “Mira, en esas paredes rocosas se pueden ver las fecas de cóndor”, le muestra. 

    Con la curiosidad exacerbada, el niño también escucha atento a Fausto. Hojean juntos la Guía de la avifauna colombiana de Fernando Ayerbe, su compañía donde quiera que vaya. “Aquí está el cóndor, su nombre científico es Vultur gryphus y es el ave más grande del mundo; mide más de tres metros con las alas extendidas”, le precisa el biólogo a la promesa de futuro guardián del Almorzadero, mientras miran más especies —como el popular barbudito de páramo, otro habitante de esa montaña—. ​


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    De vuelo peregrino en largos territorios, famoso por escudos y leyendas, además de célebre por embustes modernos sobre sus hábitos. En esencia, un ser casi desconocido en las alturas..
    Parque Nacional Natural Puracé (avistamiento 2021) Foto: Luis Robayo — AFP

    Instalar cámaras trampa no es el único propósito de la travesía. ‘Maleja’ Parrado y Fausto Sáenz se han reunido con líderes de las comunidades para sumarlos a un piloto de formación en ciencia participativa y análisis de indicadores, a través de talleres teóricos y prácticos. En este proyecto invierten los 19 millones de pesos que obtuvieron a través de Emprender, un fondo conformado por capital privado para transformaciones y desarrollos socioecológicos. 

    El propósito final es dar a las comunidades herramientas para la gestión en sus territorios. “Facilitar la cocreación, estandarizar protocolos de monitoreo para reducir las amenazas del cóndor o conocer el estado de la biodiversidad; y que estos datos puedan ser de utilidad para sistemas de ecoturismo o faciliten el empoderamiento de jóvenes y adultos”, explica Parrado. 

    Martha ya mostró su interés porque La Leona albergue talleres de formación. Quiere desarrollar un proyecto ecoturístico en la vereda El Anca y en Cerrito, otro municipio de la región, Doris Torres se entusiasmó con el resto de las iniciativas en torno al cóndor. 

    Doris es ingeniera forestal y, con los años, se ha vinculado a la defensa de los páramos. No recuerda haber visto de niña un cóndor, aunque se extraña. De hecho, al municipio se le conoce como ‘Los Buitres’. “En algún momento, creería yo, la gente se dedicó a cazarlos y los mató, o quién sabe; pero hace un poco más de una década reaparecieron”, reflexiona mientras nos cuenta cómo llegó a liderar la Asociación Campesina Coexistiendo con el Cóndor. 

    Veintitrés familias hacen parte de esa organización. Han logrado concretar convenios con universidades y, con el apoyo de biólogos provistos por el parque Jaime Duque (una institución recreativa y cultural cuya sede está al norte de Bogotá), proyectan conformar una Reserva Natural de la Sociedad Civil (RNSC). De la mano de la Universidad de Santander —UDES—, buscan concertar un sendero interpretativo y convertir ese sector del páramo del Almorzadero en un destino turístico con hospedajes y guías; además de encontrar herramientas para lograr la soberanía alimentaria, tema difícil con temperaturas de hasta -5°C. 

    Montaña arriba, la actividad económica de las familias de Cerrito es la crianza de ovejas. Un mes y medio después de nacer, venden la cría y otra familia la engorda. En 2010, sin embargo, los corderos comenzaron a aparecer muertos. “Toca matar al pájaro”, fue la reacción predominante de campesinos cuyas vidas transcurren sin carreteras ni energía eléctrica y que dependen del escaso comercio. Doris les recordó que, aparte de ser un símbolo nacional, los cóndores evitan la proliferación de bacterias y posibles fuentes de enfermedades en los humanos y ayudan a controlar otras especies. 

    Siendo carroñero, ni la Corporación Autónoma de Santander ni Alejandra ni Fausto —ya en el territorio a través de la Fundación Neotropical— creyeron en matanzas por parte del cóndor. 

    Lo importante, y en eso coincidieron todos, fue no desplazar a ninguna especie. Con apoyo del Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA), ocho familias construyeron apriscos, espacios techados destinados a resguardar el ganado, y plataformas para los cóndores, donde les dejaban como alimento ovejas viejas. En esa primera etapa se concertaron acuerdos de conservación y, gracias al cóndor, la comunidad comenzó a ser visible. “En Cerrito —recuerda Doris— el cóndor pasó de ser el enemigo a una especie a cuidar: el aliado del desarrollo en el territorio”. 

    Con apoyo del parque Jaime Duque, construyeron corrales en una segunda fase. “Comenzamos a encerrar las ovejas cuando iban a parir; muchas veces nos enterábamos de que estaban preñadas porque veíamos sobrevolar de forma inusual un grupo de cóndores sobre ellos”, cuenta Doris, quien vio a dos cóndores adultos —macho y hembra— dentro de un corral con unas cien ovejas y sin reportar incidentes —no era época, por demás, de nacimientos—. “Coexisten, pensé en ese momento. Fue un espectáculo maravilloso que no alcanzamos a fotografiar”, rememora. 

    Las plataformas, con el tiempo, no resistieron el peso de hasta tres aves (entre 10 y 15 kilos cada una) y los campesinos comenzaron a dejar el alimento en tierra firme, generando conflicto con los perros. Espacios elevados, sobre piedras preferiblemente, fueron la solución. Además de ovejas viejas, hoy dejan terneros donados por el matadero del municipio de Málaga. Doris ha contado hasta veinticuatro cóndores alimentándose de una carroña; y unos dieciocho junto a una vaca que se les murió. 

    Han procurado socializar cada acción, convencidos del poder del trabajo colectivo para lograr transformaciones a largo plazo. Llevaron al Almorzadero, también, a casi todos los niños de las escuelas de Cerrito y, como nadie tiene intenciones de irse del territorio, se han concentrado en mejorar sus sistemas de producción y “en convivir con el páramo y con el cóndor”, como cuenta la lideresa ambiental. Ya saben de la existencia de pumas y, con la experiencia adquirida, iniciaron un proceso de facilitación entre la comunidad y la academia. 

    En el predio de Doris, el parque Jaime Duque ha instalado cámaras trampa. Parte del propósito del programa de ‘Maleja’ y Fausto es dar acceso a más personas a esas tecnologías, a guías y a binoculares y que los mismos habitantes, en el territorio, hagan uso de todos los recursos en su beneficio y en el de los ecosistemas. “Que la información no se limite a documentación de biólogos o instituciones”, precisan los jóvenes investigadores en campo.


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    Hace años fue un encuentro en la academia. Hoy es una misión de vida por el cóndor. Alejandra y Fausto, desde tierra, lo rastrean. Desde las comunidades, dialogan por su supervivencia.
    Fausto Suárez y María Alejandra Parrado, páramo del Almorzadero Foto: Esteban Vega La Rotta — Semana

    El páramo del Almorzadero comprende 1.577 kms², según datos publicados por el Ministerio de Ambiente de Colombia y basados en información del Instituto Humboldt. Es un área superior a la de la región del Valle de Aburrá, en Antioquia, y ligeramente menor a la todo el Distrito Capital de Bogotá —incluyendo sus zonas rurales y de reserva—. Eso equivale a poco más de 157 mil hectáreas, de las cuales solo 599 son zonas protegidas en términos ambientales. Todo el territorio está entre los 3.100 y los 4.530 metros de altitud; un pedazo (68 %), en el departamento de Santander y el resto, en Norte de Santander. 

    En este último, los investigadores tenían previsto dejar otra cámara trampa en la montaña, a la altura de la laguna Comagüeta, en Presidente, una vereda del municipio de Chitagá con importantes registros de presencia del ave carroñera, pero con menos reportes de monitoreo en comparación con Cerrito —“por falta de voluntades y recursos”, asienta Alejandra—. 

    Allí, Luz Marina Valderrama dirige el hospedaje rural Rincón de Comagüeta, parada obligada de personas de distintas disciplinas y edades interesadas en estudiar y preservar este ecosistema. A la casa de Luz, a pocos metros de un desvío en la vía Mágala-Chitagá, no la precede señal alguna que les anuncie a conductores o viajeros la existencia de ese lugar para alimentarse, tomarse un canelazo, una aguapanela, un café o para pasar la noche. 

    El ‘boca a boca’ hace del hogar de Luz un lugar de encuentro, exclusivo, entre los devotos del páramo, de su fauna y de su flora. A ella le parece bien así. “Me han llamado a preguntarme si tenemos televisores en las habitaciones. Este no es el lugar para ese tipo de turistas. Quien llega acá busca conectarse con la naturaleza y sabe cómo contribuir con su conservación”, dice la lideresa comunitaria. Antes de llegar a este paraíso en Presidente, Luz llevaba una vida citadina como estilista en Bucaramanga. 

    Hoy, resguardar este territorio es su vocación. “Hay un espacio para todos en cada ecosistema, pero se debe aprender a coexistir y a velar por la supervivencia del otro. Ante el cóndor, por ejemplo, en vez de satanizarlo, se necesitan buenas prácticas para el manejo de ganado”, dice. 

    El cóndor de los Andes sobrevuela con frecuencia la montaña junto al Rincón de Comagüeta. Tiene la mejor vista de esta propiedad de seis hectáreas, rodeada por una laguna, una cascada y, unos pasos cerro arriba, por frailejones. Hasta un risco caminaron Alejandra y Fausto para dejar el cadáver de una cabra y una cámara trampa, con el plan de regresar en menos de dos meses a dictar sus talleres, y a reunir a Luz y a Doris con la idea de impulsar un proyecto común con el páramo y el ave emblemática como centro. 

    Hay bases sólidas en esta zona de Comagüeta para ese plan, gestado entre largas conversaciones frente al fogón. Jóvenes santandereanos de diferentes generaciones, entre estudiantes y académicos, frecuentan el lugar con el sueño de trabajar con Luz y hacer del Rincón un referente de ecoturismo. Quieren, también, perfilar a un niño chitaguense de 11 años de edad , llamado Ánderson Antolínez, como guardián del cóndor andino y las aves del Almorzadero. Por ahora hay más voluntades que recursos. 

    Ánderson es hijo de Rosita, quien apoya a Luz en la cocina. Es un guía por naturaleza y conoce bien los caminos de Comagüeta. Su lugar, dice, es el páramo y anhela ser biólogo. A la montaña sube sin dificultad —una y otra vez— desde los 9 años, cuando recorrió por primera vez los senderos del Almorzadero. Aquí conoció al cóndor y aprendió sobre él, no en la escuela, donde cursa sexto grado y donde —cuenta— no le hablan del ave. “Lo que sé es por la gente que llega a casa de Luzma”, comenta. Ha visto varios ejemplares al menos en cinco oportunidades.​


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    Algunos niños, en estos senderos de páramo, han visto y conocen más del cóndor que la mayor parte del mundo. Se apasionan, oyen a expertos. Sueñan con ser sus guardianes.
    Parque Nacional Natural Puracé (avistamiento 2021) Foto: Luis Robayo — AFP

    El 30 de mayo de 2021, Alejandra y Fausto recibieron una llamada telefónica de Freddy Villamizar, bombero voluntario de Cerrito. Los vecinos de la quebrada Susalí, a unos 20 minutos del casco urbano, habían hallado muerto un cóndor macho adulto. Le entregaron el cadáver a la Policía Ambiental y a la Corporación Autónoma de Santander en Málaga. Fue enviado a Medellín para realizarle una necropsia. 

    El mismo domingo, a las 4 de la tarde, se repetía el suceso. Esta vez, una hembra adulta. Fue hallada herida en el sector de Siote, también en Cerrito. Los primeros auxilios de parte de la comunidad no fueron suficientes y, durante el traslado, falleció. 

    Las autoridades activaron un operativo en búsqueda de posibles víctimas. El 2 de junio encontraron en Mortiño un macho joven con problemas de movilidad. Tampoco sobrevivió. “Las autopsias, como en otras ocasiones, evidenciaron una persecusión hacia la especie en la región. Además de sustancias organofosforadas y anticoagulantes para acabar con ratas, en algunos ejemplares se han encontrado evidencias de perdigones en sus alas”, detalla Alejandra. 

    No fue, para Freddy, la primera vez al rescate de cóndores afectados por humanos. Entre 2004 y 2021 atendió al menos a diez ejemplares intoxicados, de las cuales solo siente sobrevivieron. Por eso, en Colombia, el Vultur gryphus es una especie en la categoría de Peligro Crítico de extinción. “Les dejan carroña envenenada”, precisó. Entre ficciones y embustes, del cóndor se cuenta que come perros o niños, que coge personas o se lleva algún caballo por los aires. 

    A esto se suma su mayor vulnerabilidad: una tasa baja de reproducción. Es un ave monógama, pone un huevo cada dos o tres años y ambos padres cuidan una cría durante más de un año antes de sus primeros vuelos. “Luego, entra en época reproductiva después de ocho años”, detallan los investigadores. 

    Entre los cóndores sobrevivientes están dos rescatados en Cerrito en 2018, en el Almorzadero, liberados con los rastreadores satelitales puestos por Alejandra y Fausto en 2019. Una hembra adulta voló en dos días a la Sierra Nevada de Santa Marta y un macho más joven al Cocuy. Lograron conocer, así, más sobre su itinerario, dónde descansaban o dormían; y descubrieron que estos buitres no son de una localidad exclusiva —como creían—, sino de amplia movilidad. Lo que se conocía como el núcleo poblacional de Santander, no era tal. 

    Incrementaron, a partir de ahí, sus visitas al Almorzadero y, con la Fundación Neotropical, han ahondado en las amenazas para la especie. ​

    En Cruz de Piedra, en las entrañas del páramo del Almorzadero, Alejandra y Fausto rememoran el punto de partida de esta vida común dedicada al estudio del cóndor. 

    Su curiosidad por el buitre —poco estudiado, poco documentado—, los hizo coincidir en la academia y, con los años, se convirtió en misión. Ambos tienen, ahora, una hija de 5 años. A María Alejandra el ave la hace suspirar con frecuencia. Transita entre el dolor y la alegría honda, entre la pérdida de un cóndor y la gran victoria que significa ver a otro volar. Fausto es menos expresivo, pero grita sin dudarlo cuando, transportándonos, supone que ese que vemos, en el cielo, es un cóndor andino: “¡Pare, pare!”… 

    Son una pareja de nómadas que ahora, como padres, siempren regresan al nido.


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    Rastrear el vuelo del cóndor, una misión

    Contar la historia del cóndor, en el páramo del Almorzadero, fue un desafío. Las lluvias, intensas, durante 2022, impidieron uno y otro viaje. En el terreno, un pie en Santander y otro en Norte de Santander, el avistamiento fue imposible. Recurrimos a imágenes capturadas en el Valle del Cocora y en Puracé, fotos extraordinarias del ave nacional de Colombia de la cual, gracias a la labor de monitoreo de María Alejandra Parrado y Fausto Suárez, sabemos que no​ tiene núcleos poblacionales de un lugar sino que es de largos vuelos. Lo más sorprendente, además de la persistencia de mitos sobre supuestos ataques, es lo mucho que nos falta por conocer del ‘mensajero de los dioses’, hoy casi extinto, aunque con esperanzas gracias a labores como las de los ‘guardiandes del vuelo’.